Estados Unidos e Irán rediseñan Medio Oriente
Año 7. Edición número 329. Domingo 7 de septiembre de 2014
De la alianza entre el brazo militar de la OTAN y
Teherán en la lucha contra el Estado Islámico en Irak surgirán
resultados políticos inéditos hasta el momento.
La conferencia de la OTAN celebrada el jueves y viernes pasados en
Gales respaldó la convocatoria del presidente Barack Obama y del primer
ministro británico David Cameron, para formar –también con Irán– una
amplísima coalición contra al Estado Islámico (EI), mientras fuerzas
especiales norteamericanas y alemanas combatían en tierra. En dos
semanas la política del Medio Oriente dio un giro de 180 grados,
anunciando un diseño regional impredecible.
Apoyado por bombardeos aéreos norteamericanos y suministros británicos, franceses y australianos, el ejército iraquí liberó el pasado lunes 1°, junto con milicianos kurdos y chiitas comandados por iraníes, la sitiada ciudad turcomana chiita de Amirli, al norte de Bagdad. La villa estaba sitiada por los islamistas y nacionalistas desde hacía dos meses. Luego de liberar la plaza, el mismo lunes los coaligados avanzaron por la carretera hacia el Kurdistán. Según The New York Times también combatieron milicianos iraníes, pero fue la única fuente que lo mencionó. Aunque los medios occidentales especularon inmediatamente sobre la alianza entre Washington y Teherán, todo indica que la reciente cooperación militar es parte de una estrategia más amplia para combatir el alzamiento islamista.
Al mismo tiempo en el noroeste milicianos kurdos recuperaron el martes 2 el cruce carretero de Zamur. Por primera vez en este conflicto han intervenido fuerzas especiales norteamericanas y alemanas, según lo informó The Daily Beast de Nueva York.
Con las recientes victorias contra el Estado Islámico, los peshmerga kurdos están recuperando el terreno perdido hace un mes. Desde que EE.UU. comenzó los bombardeos aéreos, mejoró el rendimiento de la coalición antiislamista, sea por efecto directo de los ataques, por la intervención de fuerzas especiales en tierra o por la red clandestina de informantes que señalan los blancos a ser atacados por la USAF.
Oficialmente las tropas norteamericanas se mantienen como “asesores” en Bagdad y en la capital kurda, Erbil. Su intervención en combate hace más efectivo su apoyo, pero aumenta el riesgo de que sufran bajas con los efectos negativos que éstas producirán en EE.UU. en plena campaña electoral. Sin embargo, en la medida en que sus triunfos se hagan evidentes, la Casa Blanca puede plantearse objetivos más ambiciosos.
Cuando el presidente Barack Obama hace dos semanas declaró que “no tenía estrategia” para combatir al Estado Islámico (EI) en Irak, estaba aplicando las conclusiones que todos los analistas norteamericanos más o menos sensatos sacan de los últimos trece años de guerras permanentes. Como lo expresó Thomas Friedman en su columna en The New York Times el pasado martes 2, “después del 11/9 estábamos apurados. Derrotamos a los talibanes en Afganistán y a Saddam Hussein en Irak, sin pensar que en ambos casos abríamos a Irán un gigantesco espacio de maniobras. Ahora debemos ser más prudentes”, concluyó el comentario. Esta vez el involucramiento se va dando de a poco y nadie sabe dónde terminará.
Para EE.UU., el próximo primer ministro iraquí Haider al Abadi debe mantener el apoyo de los mayoritarios chiitas y las buenas relaciones con Irán, mientras restablece las relaciones con los pueblos del desierto, la minoría sunita del norte y centro y los kurdos del norte. Recuperar los lazos con grupos sunitas es vital, para desarticular la rebelión acaudillada por los yihadistas del EI. Muchos sunitas y nacionalistas –incluido el partido Ba’az, del ex presidente Saddam Hussein– se sumaron a la rebelión, porque fueron perseguidos por EE.UU. y el gobierno saliente, pero por unas pocas concesiones abandonarían al “califa” Al Bagdadi.
La corriente predominante del chiismo iraquí, liderada por el gran ayatolá Alí al Sistani, está dispuesta a aceptar un Estado laico con un magisterio religioso, pero sin intervención directa de los clérigos en la política. Sin embargo, desde la invasión norteamericana Sistani sufre la competencia de Muqtada al Sadr, un ayatolá mucho más radical y ligado a Irán, donde vivió entre 2006 y 2011. Esta competencia refleja la mayor entre las escuelas teológicas iraníes e iraquíes por el predominio sobre el chiismo. Al mismo tiempo este conflicto es parte de la competencia entre Irán y Arabia Saudita por el predominio regional.
Riad y las monarquías del Golfo vieron el ascenso chiita en Irak posterior a 2003 como una palanca para la hegemonía iraní y por eso alentaron las sucesivas insurrecciones sunitas. Sin embargo, en la nueva situación provocada por el surgimiento del EI se ha producido una fractura entre Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos (EAU), por un lado, y Qatar, por el otro, principal apoyo de los islamistas más radicales.
La Casa Blanca necesita a Irán para derrotar al EI, pero también, para que sus seguidores en Irak hagan concesiones que permitan romper el bloque sunita rebelde. Estados Unidos puede acordar con Irán en Irak; Teherán puede también ayudar a estabilizar Afganistán, es un buen contrapeso ante la inestabilidad creciente del Golfo y el apoyo de la inteligencia turca a los islamistas, pero nada más. Los intereses regionales de ambos muchas veces difieren y hasta son opuestos. Por otra parte, el conflicto por la política nuclear iraní está lejos de resolverse y, cuando lo esté, ambas potencias competirán por la comercialización internacional de los hidrocarburos iraníes. Tras tres años de devastadora guerra civil e internacional en Siria que acarreó el crecimiento del islamismo más radicalizado y su expansión a Irak y otros países de la región, Washington no puede dejar de colaborar explícitamente con Teherán y tácitamente con Damasco, pero relativiza esta alianza mediante una amplísima coalición que a la vez le permita controlar a los financiadores del islamismo en la península arábiga. En la lucha contra el Estado Islámico se ha puesto en marcha el rediseño del Medio Oriente, pero aún no está claro cuán amplia debe ser la coalición para alcanzarlo ni el nuevo perfil que la región tendrá cuando esta guerra acabe.
Apoyado por bombardeos aéreos norteamericanos y suministros británicos, franceses y australianos, el ejército iraquí liberó el pasado lunes 1°, junto con milicianos kurdos y chiitas comandados por iraníes, la sitiada ciudad turcomana chiita de Amirli, al norte de Bagdad. La villa estaba sitiada por los islamistas y nacionalistas desde hacía dos meses. Luego de liberar la plaza, el mismo lunes los coaligados avanzaron por la carretera hacia el Kurdistán. Según The New York Times también combatieron milicianos iraníes, pero fue la única fuente que lo mencionó. Aunque los medios occidentales especularon inmediatamente sobre la alianza entre Washington y Teherán, todo indica que la reciente cooperación militar es parte de una estrategia más amplia para combatir el alzamiento islamista.
Al mismo tiempo en el noroeste milicianos kurdos recuperaron el martes 2 el cruce carretero de Zamur. Por primera vez en este conflicto han intervenido fuerzas especiales norteamericanas y alemanas, según lo informó The Daily Beast de Nueva York.
Con las recientes victorias contra el Estado Islámico, los peshmerga kurdos están recuperando el terreno perdido hace un mes. Desde que EE.UU. comenzó los bombardeos aéreos, mejoró el rendimiento de la coalición antiislamista, sea por efecto directo de los ataques, por la intervención de fuerzas especiales en tierra o por la red clandestina de informantes que señalan los blancos a ser atacados por la USAF.
Oficialmente las tropas norteamericanas se mantienen como “asesores” en Bagdad y en la capital kurda, Erbil. Su intervención en combate hace más efectivo su apoyo, pero aumenta el riesgo de que sufran bajas con los efectos negativos que éstas producirán en EE.UU. en plena campaña electoral. Sin embargo, en la medida en que sus triunfos se hagan evidentes, la Casa Blanca puede plantearse objetivos más ambiciosos.
Cuando el presidente Barack Obama hace dos semanas declaró que “no tenía estrategia” para combatir al Estado Islámico (EI) en Irak, estaba aplicando las conclusiones que todos los analistas norteamericanos más o menos sensatos sacan de los últimos trece años de guerras permanentes. Como lo expresó Thomas Friedman en su columna en The New York Times el pasado martes 2, “después del 11/9 estábamos apurados. Derrotamos a los talibanes en Afganistán y a Saddam Hussein en Irak, sin pensar que en ambos casos abríamos a Irán un gigantesco espacio de maniobras. Ahora debemos ser más prudentes”, concluyó el comentario. Esta vez el involucramiento se va dando de a poco y nadie sabe dónde terminará.
Para EE.UU., el próximo primer ministro iraquí Haider al Abadi debe mantener el apoyo de los mayoritarios chiitas y las buenas relaciones con Irán, mientras restablece las relaciones con los pueblos del desierto, la minoría sunita del norte y centro y los kurdos del norte. Recuperar los lazos con grupos sunitas es vital, para desarticular la rebelión acaudillada por los yihadistas del EI. Muchos sunitas y nacionalistas –incluido el partido Ba’az, del ex presidente Saddam Hussein– se sumaron a la rebelión, porque fueron perseguidos por EE.UU. y el gobierno saliente, pero por unas pocas concesiones abandonarían al “califa” Al Bagdadi.
La corriente predominante del chiismo iraquí, liderada por el gran ayatolá Alí al Sistani, está dispuesta a aceptar un Estado laico con un magisterio religioso, pero sin intervención directa de los clérigos en la política. Sin embargo, desde la invasión norteamericana Sistani sufre la competencia de Muqtada al Sadr, un ayatolá mucho más radical y ligado a Irán, donde vivió entre 2006 y 2011. Esta competencia refleja la mayor entre las escuelas teológicas iraníes e iraquíes por el predominio sobre el chiismo. Al mismo tiempo este conflicto es parte de la competencia entre Irán y Arabia Saudita por el predominio regional.
Riad y las monarquías del Golfo vieron el ascenso chiita en Irak posterior a 2003 como una palanca para la hegemonía iraní y por eso alentaron las sucesivas insurrecciones sunitas. Sin embargo, en la nueva situación provocada por el surgimiento del EI se ha producido una fractura entre Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos (EAU), por un lado, y Qatar, por el otro, principal apoyo de los islamistas más radicales.
La Casa Blanca necesita a Irán para derrotar al EI, pero también, para que sus seguidores en Irak hagan concesiones que permitan romper el bloque sunita rebelde. Estados Unidos puede acordar con Irán en Irak; Teherán puede también ayudar a estabilizar Afganistán, es un buen contrapeso ante la inestabilidad creciente del Golfo y el apoyo de la inteligencia turca a los islamistas, pero nada más. Los intereses regionales de ambos muchas veces difieren y hasta son opuestos. Por otra parte, el conflicto por la política nuclear iraní está lejos de resolverse y, cuando lo esté, ambas potencias competirán por la comercialización internacional de los hidrocarburos iraníes. Tras tres años de devastadora guerra civil e internacional en Siria que acarreó el crecimiento del islamismo más radicalizado y su expansión a Irak y otros países de la región, Washington no puede dejar de colaborar explícitamente con Teherán y tácitamente con Damasco, pero relativiza esta alianza mediante una amplísima coalición que a la vez le permita controlar a los financiadores del islamismo en la península arábiga. En la lucha contra el Estado Islámico se ha puesto en marcha el rediseño del Medio Oriente, pero aún no está claro cuán amplia debe ser la coalición para alcanzarlo ni el nuevo perfil que la región tendrá cuando esta guerra acabe.
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Eduardo J. Vior