¿A la región le conviene que gane Donald Trump?
Desde el fin de la Guerra Fría la política exterior nunca había
estado tan presente en una campaña presidencial norteamericana como en
la actual. Los tratados de libre comercio, las intervenciones militares
en el exterior, las relaciones con Rusia, la guerra en Siria, las
migraciones internacionales y el trato entre cristianos, judíos y
musulmanes ocupan todos los días las pantallas de los televisores. Buena
parte de estos temas agita la precampaña para la elección de la fórmula
republicana subrayando los límites del poder norteamericano en el
mundo. En el mes y medio transcurrido desde las elecciones primarias de
Iowa, dos tercios de los votos republicanos se repartieron entre el
magnate inmobiliario neoyorquino Donald Trump y el senador texano
evangelista Ted Cruz, que se han alzado contra la elite política y
económica de Washington. Arrinconada, la conducción del Grand Old Party
(GOP, nombre oficial del partido) está maniobrando para ofrecer una
alternativa el próximo martes 15, cuando los votantes republicanos en
Florida, Illinois, Missouri y Ohio definan (por los 358 delegados que
eligen) la composición de la Convención Nacional Republicana que en
julio próximo designará al candidato presidencial. A Trump le gusta
posar de excéntrico y provocar con declaraciones altisonantes, pero en
el núcleo de su afán por el show –fogueado en el reality The Apprentice
que dirige por NBC desde 2004– se hallan posiciones sensatas sobre el
rol de los Estados Unidos en el mundo que no gustan a la elite
washingtoniana, porque cuestionan intereses creados y moldes ideológicos
cimentados. El precandidato republicano justifica la intervención rusa
en Siria para combatir al Estado Islámico por el derecho adquirido como
víctima del terrorismo, aunque –afirma– Rusia se va a empantanar allí.
Por eso Estados Unidos no debe intervenir. En tanto, reclama a Alemania
que asuma su responsabilidad para arreglar la crisis ucraniana. No hay
ninguna necesidad –sostiene– de que EE.UU. tenga permanentemente que
sacar del fuego las castañas de sus aliados. “No podemos seguir siendo
el policía del mundo”, sostuvo en noviembre pasado. Una de sus posturas
más osadas es la de defender la permanencia de Bashar al Assad como
presidente de Siria, porque –sostiene– si los países de Medio Oriente no
son gobernados por hombres fuertes, sobrevienen el caos y el
terrorismo, como sucedió en Irak y Libia después de los derrocamientos
de sus líderes. Aboga por que Washington sea más enérgico en el trato
con China, para evitar que la República Popular debilite el dólar y robe
las inversiones estadounidenses. “Amo a América”, grita. Y porque la
ama, la quiere fuerte y rica. Para él, la riqueza es la base de las
libertades norteamericanas y es necesario defenderla contra los
extraños, reducir la deuda pública y mejorar los ingresos del Estado. La
negociación personal entre los líderes del mundo es su mantra. Como en
el mundo de los negocios –afirma–, solo el intercambio duro y frontal,
pero franco y honesto, crea confianza. Para Trump, uno de los mayores
problemas actuales de EE.UU. es que el presidente Obama no es respetado
en el exterior. Un buen negociador, en cambio, puede mantener varias
bolas en el aire –explica–, balanceando los intereses de los otros
países, pero anteponiendo siempre los propios. Sabe dónde ponerse duro y
dónde ceder, cuándo engañar y cuándo amenazar, pero sólo si está
dispuesto a poner la amenaza en práctica. Sin derechos civiles y
políticos tampoco hay muchos consumidores que puedan comprar los
productos norteamericanos, sostiene. Por eso hay que presionar para que
los interlocutores de EE.UU. protejan las libertades de sus ciudadanos,
pero no inmiscuirse en los problemas ajenos. Los líderes republicanos
rechazan las propuestas de Trump para construir un muro en la frontera
con México, deportar a once millones de inmigrantes sin papeles que
viven en Estados Unidos y prohibir temporariamente el ingreso de
musulmanes en el país. No los mueve ni la fraternidad con el vecino país
ni la compasión por los explotados ilegales o el afán de entendimiento
interreligioso, sino la dependencia de EE.UU. respecto de sus
inversiones y los negocios en América latina y Levante. Donald Trump se
alza contra el desplazamiento de las inversiones norteamericanas hacia
el exterior, porque destruyen puestos de trabajo dentro de los Estados
Unidos, obligan a realizar enormes gastos militares para protegerlas y
elevan artificialmente el valor del dólar, para mantener su poder de
compra en el mundo, aunque las exportaciones norteamericanas pierdan
competitividad. En asuntos internos el empresario se ha mostrado
extremadamente crítico de los líderes políticos, empresarios y
militares. Aunque a lo largo de los años ha estado afiliado a todos los
partidos y finalmente, de nuevo, a los republicanos, ha hecho cuantiosas
donaciones para candidatos de ambas fuerzas, especialmente para los dos
Clinton, considera a Bill Clinton el mejor presidente desde Vietnam y
ve a Hillary como una potencial “gran presidenta”. Sin embargo, sólo
acepta el aborto en casos de violación o graves riesgos para la salud,
rechaza el matrimonio homosexual, aboga por la reducción de los
impuestos para las grandes corporaciones, rechaza el seguro de salud de
Obama, apoya la libre portación de armas y se opone a las restricciones
ecológicas. Propio de su interés por los negocios inmobiliarios, el
multimillonario aspira a que EE.UU. reduzca su dependencia de la
economía mundial, invierta en el propio crecimiento e imponga a sus
socios las condiciones del intercambio. Se trata de un modelo
nacionalista que atrasa setenta años, pero potentemente revulsivo para
la elite norteamericana, porque cuestiona sus imbricaciones
internacionales. Trump está alentando un alzamiento popular volcado al
pasado que subvierte el poder existente. Por eso es tan rechazado por el
establishment de todas las orientaciones. Donald Trump no es un líder
democrático que pueda ampliar derechos y libertades, pero su oposición
al libre comercio desenfrenado, al desplazamiento de inversiones hacia
afuera de los Estados Unidos y a las intervenciones militares constantes
puede resultar en un mayor respeto por la soberanía y las libertades de
los demás países. Por eso para los países del Sur puede constituir una
opción más conveniente que la liberal intervencionista Hillary Clinton.
Una jornada de golf y malhumor
Por Nancy Clara, desde Miami
Si bien el “supermartes” le dio ánimo, el resultado en Puerto Rico
donde Marco Rubio obtuvo mejor desempeño parece que puso nervioso a
Donald Trump. Con el eslogan de campaña “Quién construirá el muro”
(claro está, entre México y Estados Unidos), el rechazo a los
inmigrantes es la línea que pone límites a su expansión. A pesar de eso,
no cede. Así lo dejó en claro en el torneo de golf Blue Monster World
Championships-Cadillac 2016, el pasado fin de semana. Trump se hizo
presente en el torneo de golf, pasadas las 15 horas, rodeado de su
séquito privado, el servicio de seguridad secreto del Estado y de sus
hijos Donald Jr. Y Eric Trump. Lo que debería haber sido una fiesta, la
poca asistencia del público, las elecciones primarias en Puerto Rico que
dieron ganador a su contrincante Marco Rubio, no lo tuvieron de buen
humor a Trump. Fuera del lounge vip lo esperaba un grupo de 15 personas
con fotos y gorras para que las autografiara, junto con otros asistentes
que no están de acuerdo con su candidatura presidencial. Trump hizo
caso omiso a las críticas. Pero mientras iba con su carro de golf hacia
el palco principal, el alcalde de la ciudad de Doral, Luigi Boria (lugar
donde se encuentra situado el Hotel Trump), le interrumpió el paso
junto con la periodista María Elvira Salazar, reconocida en la TV local
de Miami por su programa político, y le preguntó qué opinaba acerca del
alto porcentaje que había obtenido Rubio en Puerto Rico. Trump detuvo el
carro y sin saludar al alcalde y a la periodista, contestó: “Puedo
vencer a Marco Rubio en cualquier momento” y reforzó su discurso
antiinmigración. “Si los americanos no estuviesen de acuerdo con su
propuesta presidencial, seguramente no votarían por mí. Pero hablemos en
otro momento, ahora aquí hay mucha gente”. Entre abucheos de algunos
participantes que le gritaron que no iba a ganar las elecciones, Trump
sonrió y se alejó sin volver a dirigirles la palabra.
El Durán Barba de Donald
Por E.J.V.
El equipo que secunda a Donald Trump es un rejunte de conservadores
desencantados, ex Tea Party desplazados por el sectarismo pentecostal y
mercachifles de la política que hacen su agosto en las turbias aguas del
populismo nacionalista. Lo encabeza Corey R. Lewandowski (foto) como
jefe de campaña. Se lo ha descrito como “un tirabombas” con “habilidad
para el espectáculo, un ojo siempre atento a recaudar fondos y una
probada capacidad para desafiar al Partido Republicano”. Su campaña
sorprende permanentemente a propios y ajenos. Proviene de New Hampshire,
donde ha trabajado en la asociación civil Americans for Prosperity, un
foro libertario ultraconservador, y acompaña a Trump en casi todos los
actos. El jefe de asesores, en tanto, es el profesor de Economía Sam
Clovis, hasta enero pasado todavía enrolado en el Tea Party. Es el
responsable de la propuesta de Trump para prohibir temporariamente el
ingreso de musulmanes a Estados Unidos. La vocera nacional de la campaña
es Katrina Pierson, quien también trabajó para el fondo de recaudación
del Tea Party, uno de los más prominentes grupos derechistas conocidos
por utilizar el dinero recaudado para sus propias actividades. Sin un
cargo definido en la campaña, Frank Gaffney asesora a menudo a Trump. Se
trata de un antiguo funcionario del Pentágono durante el gobierno de
Ronald Reagan (1981-89), conocido por su delirio conspirativo, que ha
sido declarado persona non grata por muchos grupos conservadores. El
vicejefe de campaña es desde la semana pasada Michael Glassner. Desde
2008 es presidente de la consultora C&MT Transcontinental,
especializada en la organización de campañas políticas, con la que
trabajó entre otros para el senador John McCain y la ex gobernadora de
Alaska Sarah Palin. También desde el 3 de marzo pasado el director
nacional de campo es Stuart Jolly. Teniente coronel retirado del
ejército, dirige la Education Freedom Alliance, una asociación civil con
sede en Edmond, Oklahoma, para el mejoramiento de la educación pública
“mediante la mayor elegibilidad de las escuelas”. El equipo se completa
con personalidades variopintas provenientes del submundo
ultraconservador, muchos del Tea Party, perdedores de muchas batallas
como consultores, hacedores de candidatos y recaudadores de fondos. Con
esta banda de forajidos el multimillonario empresario inmobiliario lleva
adelante la campaña en las primarias. Si ganara la nominación,
seguramente otro gallo cantaría. Entonces ya no bastaría con el
improperio rápido. Harían falta profesionales serios y propuestas para
ganar votantes en las clases medias y las minorías. La banda de Donald
se convertiría entonces en el equipo del Sr. Trump.
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Eduardo J. Vior