domingo, 24 de marzo de 2013

Dilma aprovecha el giro, pero a distancia

“El Papa es argentino
pero Dios es brasileño”

Con la chicana que titula esta nota respondió la presidenta Dilma Rousseff a la provocación de un periodista argentino al salir de la audiencia que tuvo con el Papa en la mañana del miércoles 20. El chiste debía poner a nuestro país a la altura que la óptica brasileña le da: aliado indispensable, pero menor. En los medios brasileños la asunción del nuevo Papa sólo importó, en tanto el Pontífice confirmó que del 23 al 28 de julio próximos estará en la Jornada Mundial de la Juventud a celebrarse en Río de Janeiro y esbozó la posibilidad de visitar después el santuario paulista de Nuestra Señora de la Aparecida. El Papa regaló a Dilma el mismo libro con las conclusiones de la Conferencia de la Aparecida de 2007 reiterando los principios de la Doctrina Social de la Iglesia que ya había obsequiado a la Presidenta Cristina el día anterior.
“El Papa es extremadamente carismático y tiene compromiso con los pobres, lo que torna la relación con Brasil muy importante, porque el gobierno brasileño viene, en los últimos diez años, a partir de Lula, poniendo el foco en la cuestión de la superación de la pobreza”, dijo Dilma después de su reunión con el Papa en el Vaticano. Inmediatamente, el Planalto sacó ventaja de la buena sintonía entre el Papa y la Presidenta. Después de asistir a la misa inaugural y de reunirse con el Papa en el Vaticano, Dilma Rousseff reafirmó su voluntad de que Francisco vaya a Brasilia en julio, extendiendo su gira a Río de Janeiro.
“Dilma cree en la cooperación con la Iglesia para combatir la pobreza”, tituló la estatal Agencia Brasil. El pasado jueves 21, el ministro Gilberto Carvalho (Secretario General de la Presidencia) dijo que Dilma apuesta a una cooperación más efectiva del gobierno federal con la Iglesia Católica para combatir la miseria. “La Presidenta se quedó muy impresionada por la disposición del Papa a apoyar programas relativos al combate a la pobreza. Ella cree en la posibilidad de una cooperación efectiva del gobierno con la Iglesia en la cuestión de los pobres”, dijo Carvalho. No obstante todavía no hay ningún proyecto o plan en ese sentido.
Carvalho tuvo la oportunidad de decir al Papa que es amigo del cardenal brasileño Claudio Hummes, quien inspiró al nuevo jefe de la Iglesia Católica a elegir el nombre de Francisco. “Es un tipazo”, dijo el Papa al ministro. Carvalho declaró además que Dilma “se quedó encantada” con la misa inaugural del Papa y hasta canturreó los cantos gregorianos. Ex-seminarista y principal articulador de las relaciones del gobierno con la Iglesia Católica, Carvalho contó que ayudó a la presidenta a comprender el latín usado durante la ceremonia.
Con este giro, la conducción del gobierno contrarrestó la actitud de los medios dominantes que trataron la elección del nuevo Papa como una sensación: primer latinoamericano, primer jesuita, primer argentino, pero luego relegaron la noticia a lugares secundarios de sus primeras planas. Al mismo tiempo, el gobierno brasileño salió a marcar la cancha al previsible uso de la Doctrina Social de la Iglesia Católica contra los procesos reformistas en América del Sur. Aunque la mayoría de la población brasileña (75%) se sigue proclamando católica, muy pocos están activos y el peso político del catolicismo ha disminuido mucho. A esto se suman en Brasil la fuerza de las iglesias evangélicas (15% de la población proclama militantemente su adhesión a ellas) y de la masonería (hegemónica en la Justicia y con fuerte presencia en los medios, la política, las fuerzas armadas y algunas profesiones liberales).
Con un 79% de aprobación en las encuestas, la presidenta Dilma Rousseff quiere que el apostolado entre los pobres al que aspira el nuevo Papa no le haga competencia y que la Jornada Mundial de la Juventud sea un éxito turístico. La tradicional cordialidad brasileña debe, como siempre, apartar todo conflicto de la agenda política. Será el práctico trascurrir de la relación con el Vaticano lo que decidirá sobre la manera en que el país con más católicos en el mundo trate a Francisco.

domingo, 17 de marzo de 2013

Políticos, militares, espías, medios y empresas detrás del negocio del miedo

El teatro de la guerra virtual del Pentágono norteamericano

Año 6. Edición número 252. Domingo 17 de marzo de 2013
 
¿Se encuentra el mundo al borde de una guerra cibernética entre potencias que pretenden paralizar la economía de su adversario mediante la masiva destrucción de sus redes virtuales?
Los Estados Unidos no están preparados para la guerra cibernética”, alarmó el Washington Post el pasado lunes 11. “Nueva Guerra Fría en el espacio virtual” anunció el New York Times a fin del mes pasado. Ya el mes anterior, en su Informe sobre el estado de la Unión, Barack Obama enfatizó que “los enemigos de Estados Unidos están buscando cómo sabotear nuestra red eléctrica, nuestras instituciones financieras y nuestros sistemas de control aéreo.”
Sin embargo, en paralelo, el China Daily del martes 12 informaba que China es una de las mayores víctimas de ataques informáticos. De acuerdo con un informe de la empresa de seguridad Beijing Rising Information Technology Co Ltd. publicado el año pasado, por lo menos el 60% de los ataques contra grandes compañías chinas e institutos de investigaciones científicas provienen de los Estados Unidos, Corea del Sur, Japón e India.
En tanto, James R. Clapper, Director de Inteligencia Nacional de Estados Unidos, en su informe al Senado el pasado martes 12, es un poco más objetivo: “Servicios de inteligencia extranjeros han penetrado en numerosas redes gubernamentales, empresarias, académicas y del sector privado. La mayoría de las actividades detectadas apuntaba a redes abiertas conectadas a Internet, pero también a redes encriptadas. Gran parte de los datos sobre patentes norteamericanas está en redes sensibles, pero no clasificadas. La falta de protección de las redes virtuales permite que personas no autorizadas roben en nuestras redes datos importantes para nuestra economía y seguridad nacionales”. ¿Se encuentra el mundo realmente al borde de una guerra cibernética entre hiperpotencias que pretenden paralizar la economía de su adversario mediante la masiva destrucción de sus redes virtuales?
Thomas Rid, alemán, lector de “Estudios sobre la Guerra” en el King’s College de Londres y profesor visitante en la Universidad John Hopkins en Washington, advierte contra el mito de la “guerra virtual”. En su reciente libro Cyber War Will Not Take Place (La guerra cibernética no va a ocurrir) critica la acción conjunta de estrategas, políticos, empresarios, medios y espías para crear un clima de histeria.
En su artículo en Foreign Policy, publicado el pasado jueves 14, Rid señala: “Muchos participantes en el debate sobre seguridad cibernética reconocen que en él hay mucho inflado. Sin dudas, el maestro de la aparatosidad es el Pentágono, ya que las primeras que agitan la amenaza cibernética son empresas privadas que lucran con los contratos militares. Por su parte, los medios inflan la amenaza para vender más. Finalmente, la comunidad de inteligencia también bate el parche del ataque cibernético, porque todavía está traumatizada por su incapacidad para prever el 11-09-01. Los servicios de inteligencia norteamericanos tienen mucha mejor información, fuentes, conocimientos y analistas que cualquiera de las empresas privadas de seguridad, pero mantienen secretos sus hallazgos. Como los expertos y periodistas se ven entonces compelidos a leer los informes de las empresas privadas, baja el nivel del debate público, sostiene Rid.
Según el experto alemán, Obama tiene razón. Es urgente hacer algo, pero la actual campaña publicitaria dificulta hallar una solución racional por cuatro razones: primero, el ruido mediático impide concentrarse en los reales problemas de ingeniería de las redes. Antiguamente, cada una de las redes que gestionan los servicios esenciales actuaba independientemente. Con el advenimiento de Internet estas redes se interconectaron globalmente y se hicieron muy vulnerables.
Segundo, la campaña actual impide discutir sobre la verdadera inseguridad de las redes. Investigadores de la Universidad Libre de Berlín construyeron un mapa mundial de la vulnerabilidad informática que muestra la debilidad de las redes norteamericanas, europeas y japonesas, pero esta investigación no se discute en los medios.
Tercero, sabotaje y espionaje son dos cosas muy diferentes. Es muy fácil espiar en redes de otro país y robar patentes para competir en el mercado, pero muy difícil sabotear una red más allá de la destrucción de algunos archivos.
Finalmente, el ruido mediático favorece el ataque sobre la defensa. Es mucho más atractivo discutir sobre técnicas de ataque informático –concluye Rid– que sobre la protección de las redes. De este modo las empresas se despreocupan por aumentar su seguridad informática.
Estados Unidos y China (de ellos se trata) no están en guerra cibernética, pero la actual histeria belicista en Washington puede llevar a una peligrosa carrera armamentista en el espacio virtual. Al mismo tiempo se descuida la protección contra peligros reales de redes de gestión de servicios vitales para la mayoría de la población. Por otra parte, la insistencia de las elites de Washington en mejorar las capacidades ofensivas en las redes virtuales puede ser letal para los esfuerzos industrialistas de los países del Sur. Ya hoy las naciones emergentes tienen una participación mínima en el registro de patentes a nivel mundial. Si Estados Unidos insiste en robar informes de investigación y sabotear las redes vitales para el buen gobierno político y económico de los países del Sur, el delirio actual destruirá los esfuerzos de cientos de millones de personas para mejorar sus condiciones de vida.

viernes, 15 de marzo de 2013

HACIA UNA CIUDADANIA SUDAMERICANA

El derecho humano a la participación política de las comunidades de origen inmigrante

The Human Right to political Participation of the Communities with a Migrant Background 

Publicado en la Revista Teoria e Cultura, Universidade Federal de Juiz de Fora, V. 6, n. 1, E 2 (2011). Disponible en:
http://www.editoraufjf.com.br/revista/index.php/TeoriaeCultura/article/view/2053/1491

Resumen:

Las concepciones de los derechos humanos predominantes a nivel mundial los tratan como derechos defensivos de los individuos para protegerse de acciones arbitrarias de las autoridades. Para ello han elaborado un complejo cuerpo normativo internacional. Sin embargo, la experiencia evidenció que, aun sin ataques a las libertades individuales, la realidad crea constantemente nuevas necesidades que deben ser satisfechas para promover la dignidad y las capacidades de los seres humanos para resistir a la opresión. Al satisfacerlas, se desarrollan los derechos humanos que entonces dejan de ser sólo defensivos, para plantear políticas de reforma política y social. En esta contribución interesa especialmente tratar el derecho humano a la participación política de comunidades de origen inmigrante por sus efectos sobre el desarrollo de la ciudadanía. Para ello se consideran comparativamente experiencias recogidas en Alemania, Argentina y Brasil y se sistematizan las reglas de acceso a la ciudadanía bajo condiciones de heterogeneidad cultural.

Abstract:

The worldwide prevailing Human Rights’ conceptions consider them as defensive Rights of the individuals to protect themselves from arbitrarian authorities’ actions. Therefore it was elaborated a complex normative body of international guilty norms. However, the experience shows that the reality constantly creates new needs, which must be satisfied in order to promote human dignity and his ability to resist oppression. As these needs are satisfied, Human Rights are developed and become no more merely defensive, influencing the political and social reforming policies. The present contribution deals with the Human Right to political participation of the communities with a migrant background, because of its effects on the development of citizenship. Therefore the author considers comparatively experiences in Germany, Argentina and Brazil systematizing the rules which norm the access to citizenship under conditions of cultural heterogeneity.
 

Introducción

Tanto las concepciones iusnaturalistas de los derechos humanos como las del positivismo jurídico –hoy predominantes a nivel mundial- los tratan casi exclusivamente como normas jurídicas para proteger a los individuos de acciones arbitrarias de las autoridades. Para ello se ha elaborado un complejo cuerpo normativo internacional basado en los tratados, declaraciones y convenciones de derechos humanos, algunos de alcance regional y otros orientados a regular determinados derechos. Sin embargo, la experiencia de la aplicación de los distintos catálogos de derechos a conflictos concretos evidenció que, aun no habiendo amenazas políticas contra las libertades individuales, la realidad crea constantemente nuevas necesidades que deben ser satisfechas por el Estado, porque afectan la dignidad de individuos y grupos y las capacidades de los seres humanos para resistir a la opresión, dos núcleos universales de los derechos humanos. Estas necesidades requieren que los derechos humanos dejen de ser sólo defensivos, para influir también sobre el desarrollo del orden político y social, en tanto la presentación pública de demandas por situaciones de afectación de los derechos humanos antes no previstas obliga a los estados y a la comunidad internacional a formular políticas públicas y/o a acordar sobre ellas entre los estados para satisfacer dichas demandas (Künnemann, 1996; 2002). En la medida en que las mismas se presentan dentro del orden político conllevan una modificación de la ciudadanía (Alfaro, Ansión, Tubino, 2008; Bonilla, 2007c; Zapata Barrero, 2001). De este modo los derechos humanos tienen una doble dimensión: son defensivos, cuando sirven para proteger la dignidad de individuos y grupos y su capacidad para resistir a la opresión, y propositivos, al servir también como promotores del desarrollo político, económico, social y cultural.
Uno de los campos de investigación más fértiles, para estudiar de qué manera cuando se plantean en el espacio público nuevas necesidades por derechos humanos insatisfechos lleva a la presentación de demandas de nuevo tipo ante los estados, que a su vez pueden derivar en una expansión de la ciudadanía y el ingreso a ella de nuevos grupos, es el de las demandas que las comunidades de origen inmigrante presentan para que se adopten políticas públicas que satisfagan sus necesidades por derechos.
Como el estado democrático sigue teniendo preponderantemente forma nacional, la incorporación a la esfera de derechos de las comunidades de origen inmigrante pone a prueba los procesos de selección étnica y cultural configurados en las matrices de la imagen nacional tendientes a deculturar y asimilar a los recién llegados (Bonilla, 2008b; Segato, 2007; Vior, 2005a; Wallerstein, Balibar, 1991). Este proceso selectivo tiende a conformar un cuerpo de ciudadanos culturalmente homogéneos. Quien no se adapta a las reglas de la cultura hegemónica, tiene pocas chances de competir en la lucha por la alocación de bienes materiales y simbólicos. El grupo que resultó segregado pierde reconocimiento y competencia para presentar sus demandas por derechos humanos insatisfechos[1]. Se combinan por consiguiente una ciudadanía monocultural, con pocas habilidades para adaptarse a condiciones ambientales cambiantes, con un proceso de continua segregación de los “inadaptados” que limita la legitimidad del estado democrático. En contextos de crisis del sistema mundial como el actual está combinación de rigidez relativa y baja legitimidad puede afectar gravemente la capacidad de respuesta de los sistemas políticos ante nuevos desafíos. Estudiar las condiciones políticas y culturales del acceso de las comunidades de origen inmigrante a la ciudadanía representa en consecuencia un potente instrumento para revelar la dinámica de formación de la ciudadanía en general, entender cómo funcionan los mecanismos de la representación política y estimar las capacidades adaptativas de los sistemas políticos. El análisis comparativo de experiencias recogidas en el trabajo de campo sobre este tema en distintos países de Europa y Sudamérica que se presenta en el presente trabajo permite sacar inferencias generales sobre los efectos de tales demandas para el desarrollo de la ciudadanía.
Al hacerlo, se tienen en cuenta especialmente las condiciones de heterogeneidad cultural que vinculan al estado y las sociedades de acogida con las comunidades de origen inmigrante . Para evitar caer en el espejismo ideológico de una supuesta interculturalidad dialógica que trata a los desiguales como si sólo fueran diversos, en esta contribución se aplica una aproximación intercultural a los derechos humanos que parte del supuesto de que éstos son universales en el sentido de su reivindicación de la dignidad humana y del derecho de resistencia a la opresión, pero que este sentido se construye en contextos inter- e intraculturales radicalmente diferentes, con competencias y reconocimientos cualitativamente diferentes que deben ser descifrados mediante constantes traducciones de sentido para ser comprendidos y poder formular proposiciones de carácter general (Bhabha, 2002; Bielefeldt, 1998; Bonilla, 2005b; 2006d; 2007b; Bosse, Vior, 2005; Chambers, 1995; Chauí, 2006; Colom, 1998; Dreidemie, 2002; Dudy, 2002; Fornet-Betancourt, 2000; 2001; 2003a; Grimson, 2000a; Kerstin, 2003; Nejamkis, 2008; Olivé, 1993; Pannikar, 2003; Salas Astrain, 2003; Schissler, 2005; Vior, 2004; 2008b).
Sintetizando puede formularse el planteo de la cuestión que trata esta contribución del modo siguiente:
  • ¿Bajo qué condiciones necesidades surgidas por derechos humanos insatisfechos de las comunidades de origen inmigrante son articuladas en demandas ante el Estado y las administraciones públicas?
  • ¿Cómo alcanzan estas demandas carácter político?
En el texto se presenta primero la aproximación intercultural a los derechos humanos que se aplicará, se tratan luego sus implicancias para el estudio de la construcción de ciudadanía y del concepto de desarrollo político, se consideran comparativamente algunas experiencias hechas en sucesivos trabajos de campo sobre la presentación de demandas de participación por parte de comunidades de origen inmigrante en Alemania, Argentina y Brasil en los últimos diez años y las condiciones de su “politización” y finalmente se formulan algunas hipótesis de trabajo para continuar investigando la influencia de estas demandas de participación sobre el desarrollo de la ciudadanía democrática.
En la presentación de esta contribución se utilizan complementariamente la interpretación histórica y el método de construcción y análisis de casos.

La aproximación intercultural a los derechos humanos

Existe mundialmente un consenso extendido en que los derechos humanos son universales, inseparables, innatos, inalienables, sistémicos y recíprocos (Fritzsche, 2004). Sin embargo las diferencias aparecen al definir su universalidad. Para las corrientes hoy mundialmente predominantes se entiende por tal la extensión progresiva por el mundo de los derechos humanos desarrollados en la tradición liberal contractualista desde fines del siglo XVII. Para muchos autores el problema es aún más simple: derechos humanos son los que están codificados en los documentos internacionales vigentes y así deben aplicarse (Budzinski, 1999; Falk, 2000; Merali, Oosterveld, 2001).
Desde la perspectiva intercultural aquí sostenida se critica a esta concepción su etnocentrismo. Si por derechos humanos se entienden sólo los reconocidos por la tradición occidental desde el siglo XVII, se niega que las demás culturas tengan nociones de derechos inherentes al ser humano y/o que éstos existieran antes de las declaraciones mencionadas. Por el contrario se sabe que desde el inicio de la Historia todas las culturas del mundo se han organizado sobre por lo menos dos premisas: el respeto a la dignidad de la persona y el derecho de resistencia a la opresión. Ambas constituyen un núcleo irreductible omnipresente. No obstante, todas las culturas están también animadas por tendencias opresivas. La contradicción entre ambos atractores (emancipación vs. opresión) es la fuerza motriz de la Historia (Vior, 2007a; 2007b).
Constatar esta universalidad del conflicto entre emancipación y opresión implica primero reconocer la igualdad de valor entre las culturas, pero supone en segundo lugar que los derechos humanos sólo son universales bajo formas culturales específicas. Si cada cultura tiene una noción de derechos humanos y una de opresión, es necesario descifrar el sistema de códigos y símbolos con que las expresan y traducirlos, haciéndolas así universales. En esta concepción lo único universal es la práctica de la traducción permanente entre las culturas, teniendo presente que es una traducción entre culturas dominantes poseedoras del discurso competente, y otras a las que se niega la competencia para emitir juicios. Al mismo tiempo la traducción permite comparar entre desarrollos culturales disímiles. Traducir quiere decir hallar elementos que tengan relaciones comparables en sus contextos socioculturales. De este modo se pueden establecer repeticiones y diferencias entre las culturas y sacar conclusiones generales sobre continuidades y variaciones en la Historia de los derechos humanos (Bonilla, 2006d; Fornet-Betancourt, 2004a).
No existe universalidad de los derechos humanos sino en su contextualidad. Esta constatación vale para las relaciones interculturales del mismo modo que para las intraculturales, dado que las culturas son construcciones hegemónicas con discursos dominantes y otros subordinados.
Las culturas son comunidades de significación con valor, en tanto den sentido a la vida de sus miembros. Como bajo la hegemonía de la ideología globalizadora ninguna comunidad puede satisfacer todas las búsquedas de sentido de sus integrantes, las culturas ofrecen hoy sólo limitados horizontes de sentido. Esta crisis aumenta por la pérdida de legitimidad de los estados nacionales, las comunidades de sentido más importantes de la Modernidad. Las formas culturales híbridas están a la orden del día.
En el sistema mundial capitalista vigente desde hace medio milenio las relaciones entre las culturas están signadas por el predominio de una hegemónica, con base en el Atlántico Norte, sobre las demás. La hegemonía de la cultura occidental sobre las demás implica la pérdida de competencia de los discursos de éstas. En el marco de las relaciones entre centro y periferias, en cada cabecera de las periferias se reproduce esta relación de hegemonía. Esta relación de hegemonía silencia y desautoriza los fragmentos discursivos de los grupos subordinados, complicando aún más la traducción intercultural. 

Ciudadanías interculturales emergentes

En los estudios sobre la ciudadanía se clasifican habitualmente tres etapas en su desarrollo: 1) La formativa, entre principios del siglo XIX y mediados del XX, caracterizada por el reconocimiento político-jurídico de los derechos civiles y políticos y el acceso cada vez más difundido a los derechos ciudadanos. 2) Con la obra de Thomas H. Marshall Ciudadanía y clase social, publicada por primera vez en inglés en 1950, se añade a los derechos mencionados el concepto de ciudadanía social (Marshall, 1950). Este proceso coincide con la expansión del Estado de Bienestar en los países centrales. En el final de esta etapa se incorporan diversas minorías, se abren las discusiones sobre multiculturalismo y se debate sobre la democracia deliberativa y participativa. 3) A partir de 1990 la Ciencia Política desplaza su interés hacia el tratamiento de la gobernabilidad, priorizando el funcionamiento de las instituciones sobre el estudio de la representatividad y legitimidad de los Estados y descuidando por consiguiente la discusión sobre el proceso sustantivo de la construcción de ciudadanía (Delanty, 2000; Höffe, 2007).
Aplicar la aproximación intercultural de los derechos humanos al análisis de la ciudadanía implica superar el monoculturalismo de las definiciones clásicas. De acuerdo a la misma toda necesidad insatisfecha en materia de derechos humanos induce que surjan demandas que el Estado democrático debe satisfacer. Idealmente un Estado democrático debería representar a toda la población que habita su territorio y satisfacer sus necesidades, pero en tanto los Estados modernos se sigan legitimando principalmente por su forma nacional, seguirán discriminando étnica y culturalmente sus poblaciones, diferenciando entre aptos e inhabilitados para integrarse a la ciudadanía. A quienes son excluidos de la misma se les niega también el reconocimiento de sus demandas. Desde el inicio de la Modernidad Occidental la pertenencia a la comunidad de derechos estuvo ligada a condiciones culturales limitantes. Sin embargo, si los excluidos son muchos, la legitimidad del Estado disminuye y la gobernabilidad peligra.
En estas situaciones recurrentes la democracia sólo puede consolidarse expandiendo la comunidad de derechos. Esta ampliación es condición de la representatividad del Estado y de su eficacia. Particularmente la irrupción de los pueblos originarios de América en la escena política y la inmigración masiva a los países centrales cuestionaron los fundamentos de la forma predominante de ciudadanía monocultural (Stavenhagen, 1996). Incorporar a la ciudadanía a individuos y grupos de otras culturas requiere por consiguiente desarrollar complejos procesos de comunicación intercultural para adaptar la ciudadanía a sus nuevos miembros. El estudio de estos procesos ofrece perspectivas riquísimas para el desarrollo de la teoría política, al poner de relieve la dinámica de construcción de la ciudadanía en general. La investigación sobre el acceso de las comunidades de origen inmigrante a la ciudadanía tiene por ende un valor paradigmático. Sin embargo, este análisis requiere primero revisar la justificación del derecho humano a la migración.
Todo ser humano está dotado de todos los derechos enumerados en los documentos internacionales de derechos humanos vigentes. No obstante, los pactos internacionales de derechos humanos parten de reconocer el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Indudablemente se trata de una conquista irrenunciable, pero su vigencia plantea una contradicción con la universalidad de los derechos humanos, ya que supone que los únicos habilitados para darse un gobierno y leyes en “libre determinación” son los ciudadanos. Al mismo tiempo los principales documentos internacionales de derechos humanos establecen el derecho de todo individuo y/o grupo a circular libremente por su país de origen y a abandonarlo. En buena lógica, dado que todo el mundo está organizado en Estados, también debería estar consagrado el derecho a entrar en el territorio de elección de cada un@ para vivir y trabajar allí en condiciones dignas. Este derecho recibe el nombre de derecho humano a la migración (Papa Juan XXIII, 1963; Giustiniani, 2004).
A esta altura de la argumentación puede postularse una coincidencia de intereses y necesidades entre la demanda social mayoritaria de Estados capaces de responder a los desafíos cambiantes de la realidad asegurando la calidad de vida de sus habitantes y el derecho de los inmigrantes a asentarse y vivir dignamente en el lugar de su elección. Tomando partido por el inmigrante como representante por excelencia de la humanidad sometida que reclama la plena vigencia de los Derechos Humanos como pacto de su emancipación y considerando las contradicciones del orden mundial arriba caracterizadas, existen tres problemas cuya resolución resulta perentoria para poder seguir avanzando teórica y metodológicamente con el objetivo de poner a los Estados en condiciones de responder a estas necesidades compartidas:
1) Si coincidimos en la existencia de un Derecho Humano a la Migración, o sea del derecho de toda persona a cambiar de país, asentarse y trabajar honestamente donde mejor le plazca, pero se reconoce a la vez el derecho de los Estados a la autodeterminación, se debe sin embargo tener en cuenta que todavía no existe ninguna instancia soberana superior a los Estados nacionales en condiciones de asegurar una vida digna a la mayoría de la Humanidad. Se plantea la cuestión de cómo conciliar el derecho autónomo de todo individuo y grupo a elegir libremente el lugar central para desenvolver su vida con la necesidad de los Estados nacionales a conservar un cierto grado de control civilizado sobre sus territorios y poblaciones para poder crearles las condiciones adecuadas para el desarrollo de una vida digna. Una solución posible sería la formación de bloques supranacionales que aseguren la libre circulación de las personas en grandes espacios geográficos. Otra estaría dada por acuerdos de asociación entre Estados para permitir la libre circulación de los nacionales de los asociados. Medidas de ambos tipos se practican ya en la Unión Europea y en el MERCOSUR: De este modo se están creando las bases incipientes de una ciudadanía transnacional. La titularidad de la ciudadanía estaría pasando progresivamente de los Estados a los individuos y grupos y se estaría separando de la pertenencia a una comunidad de forma nacional. Sobre las condiciones que harían posible crear una ciudadanía transnacional de estas características, cuyos titulares sean los individuos y los grupos, que éstos llevarían consigo al Estado donde quieran asentarse, es necesario reflexionar todavía cuidadosamente (Brubaker, 1989; Gil Araujo, 2003, 2007; Habermas, 1989; 1996; Koopmans, Statham, 2001; Novick, 2005b).
2) Desde esta perspectiva intercultural y universalista del Derecho Humano a la Migración se replantea la pregunta por el sistema de dominación y legitimidad aceptable: ¿Cómo renovar la democracia como un modo de organizar el orden político según criterios de justicia, solidaridad, igualdad de oportunidades y libertad responsable que obligue a la expansión permanente e indefinida de la ciudadanía y no dependa del sistema de exclusión de los Estados nacionales?
3) ¿Cómo garantizar en cada etapa del desarrollo político la plena vigencia de los Derechos Humanos como derechos universales, indivisibles, históricos y contextuales, sin que se conviertan en el instrumento demagógico de poderes imperiales que actúan supuestamente en nombre de toda la Humanidad cuando, en realidad, sólo están satisfaciendo los propios intereses particulares?
Tratar estos tres puntos desde la perspectiva aquí expuesta conduce a invertir las prioridades del orden político actual: Aquellos órdenes políticos que no contemplen los derechos de todos los habitantes corren el riesgo de aislarse y de convertirse en regímenes oligárquicos. Aquellos regímenes democráticos que interrumpan su expansión y dejen de fomentar la participación de sus habitantes reales y/o potenciales en los procesos de decisión sobre todos los aspectos de la vida en común, se aislarán externamente y limitarán la participación interna.
Así planteado, el desafío que se plantea a los órdenes políticos actuales es cómo evolucionar desde un modelo nacional de organización que siempre es restrictivo hacia un orden republicano regional y/o continental y democrático capaz de articular e integrar los intereses y las aspiraciones de centenares de millones de personas que en todo el mundo están desplazándose, descienden inmediatamente de poblaciones desplazadas y/o están a punto de hacerlo. 

Implicancias para el concepto de desarrollo político

El concepto de desarrollo político se difundió en la segunda posguerra como complemento de las teorías y discusiones sobre el desarrollo económico. La preocupación por el tema apareció en la Sociología y la Ciencia Política, porque las explicaciones económicas del fenómeno se demostraban insuficientes. Como consecuencia se realizaron muchas investigaciones, para identificar los estímulos y obstáculos políticos al desarrollo económico (Almond, Verba, 1989; Eisentedt, 1966; Eisentstedt, Rokkan, 1973).
En la Ciencia Política norteamericana el desarrollo económico se veía como una sucesión de etapas que deberían recorrer todos los países para modernizar sus estructuras. Se trataría de un proceso de diferenciación y complejización progresiva conducente a la construcción de instituciones formales y especializadas para el ejercicio de la dominación y la legitimación.
En este enfoque se vieron la tradición y la modernidad como punto de partida y de llegada de un único camino que podía admitir variaciones, pero no cambiar de dirección. Un supuesto básico de esta orientación fue que entre los diversos aspectos de la modernización existía una correlación positiva. Muchos autores de esta orientación recurrieron explícitamente a la tradición evolucionista del siglo XIX. Por el contrario, estudios de caso y comparativos, muchos de ellos de orientación marxista y/o anticolonial, demostraron en las décadas de 1960 y 1970 que no siempre existe una correlación positiva entre los distintos aspectos del desarrollo, que aspectos “tradicionales” y “modernos” coexisten en muchas culturas y que los procesos de desarrollo no siempre transcurren ininterrumpidamente.
Un grupo importante de estudiosos introdujo a partir de la década de 1960 la perspectiva de estudiar comparativamente el desarrollo político por “problemas”: tomaban un grupo de países, entre los que había uno “desarrollado”, y comparaban las soluciones históricas que hallaron para superar determinados problemas escogidos a partir de la historia política occidental[2]:. En este modelo el desarrollo político aparecía como una carrera de obstáculos que las sociedades iban “saltando” sucesivamente. Una de las crisis más analizadas por esta corriente era la de la capacidad del sistema político para lidiar con cambios desestabilizadores. Esta preocupación, de inspiración a la vez conservadora y liberal, surgió por la irrupción de las masas populares en los procesos emancipatorios de Asia, África, América Latina y el Caribe en aquella época. El argumento era que el desarrollo económico sacaba a las poblaciones de su pasividad tradicional e incrementaba su voluntad de participar, aumentando sus demandas al sistema político. Este es el proceso que se conocía como de “movilización social”. Si el sistema político no era suficientemente flexible, podían producirse graves crisis que amenazarían la estabilidad política. Esta línea argumentativa tiene aún hoy vigencia en las teorías neoinstitucionalistas sobre la “gobernabilidad” de los sistemas políticos (Brockmann Machado, 1976; Hall/Taylor, 1996).
En aquella época esta línea de análisis fue refutada especialmente en América Latina por los estudios sobre la dependencia que señalaron la dependencia externa como causa principal de la subsistencia de estructuras de poder oligárquicas que impedían el desarrollo político y la satisfacción de las necesidades populares (Dos Santos, 1972; Marini, Sader, 2000). Sin embargo, estas críticas no elaboraron alternativas politológicas propiamente dichas.
Algunos estudiosos insistieron también en el "efecto de demostración" que las sociedades desarrolladas ejercerían sobre las menos desarrolladas. Como ningún sistema político puede responder satisfactoriamente a tales presiones en tan corto tiempo, los países en vías de desarrollo deberían esforzarse en controlar las demandas. Esta óptica favoreció la tendencia de una minoría importante de investigadores a ver con buenos ojos las intervenciones autoritarias para “disciplinar” los procesos de desarrollo.
Entre los autores de esta tendencia sobresalió S.P. Huntington (1968) quien definió el desarrollo político como la "institucionalización de organizaciones y procedimientos políticos". En su hipótesis central Huntington afirma que una rápida modernización lleva a la decadencia del sistema político. Este autor asimilaba desarrollo político con institucionalización (Brockmann Machado, 1976:6-7), haciendo innecesario este concepto. Sin embargo, mucho más grave fue el carácter normativo de su propuesta: si sólo las elites estaban autorizadas para definir en qué momento del proceso de participación se estaba produciendo inestabilidad, dado el racismo y la xenofobia de las elites latinoamericanas, cualquier proceso reivindicativo popular aparecía como peligroso. Poco más tarde (1968) puso en circulación su tesis sobre “el pretorianismo” en América Latina. Recurriendo a la imagen de los pretores romanos, delegados militares que ejercían el poder en las provincias sometidas del Imperio a cuyas poblaciones los romanos aún no consideraban en condiciones de recibir la ciudadanía, este autor proponía que durante una fase intermedia del desarrollo económico, ante la “inmadurez” de los sistemas políticos latinoamericanos, sus países debían ser gobernados por las Fuerzas Armadas, únicas estructuras -afirmaba- con burocracias complejas y alta división del trabajo en condiciones de asegurar la estabilidad, mientras se desarrollaba la institucionalidad de los sistemas políticos. Esta tesis operó como justificativo ideológico de los regímenes neoautoritarios (Collier, 1982).
La corriente de estudios del desarrollo político acabó buscando en cada espacio cultural solamente los elementos que podían ser incluidos en su modelo apriorístico, sin prestar atención a las manifestaciones políticas más significativas de cada cultura y desconsiderando todos los desarrollos alternativos. Consideran las prácticas políticas como transhistóricas, descuidando las transformaciones producidas y banalizando los procesos de ruptura.
La discusión no avanzó mucho en los últimos cuarenta años. Se observa que, en general, existe una superposición poco elaborada entre el concepto de desarrollo político y propuestas para mejorar la gestión pública y/o facilitar la participación de los ciudadanos en la vida cívica. Consecuentemente con la transición de la Ciencia Política hacia la hegemonía del neoinstitucionalismo se relativizó también la preocupación teórica por la relación entre desarrollo económico y desarrollo político:
Queda claro que el concepto de “desarrollo político” se refiere a tres problemas: 1) ¿En qué sentido debe modificarse el sistema político para mejorar la gobernabilidad de la sociedad en condiciones de desarrollo económico? 2) ¿Cómo puede medirse el “desarrollo político”? 3) ¿Cuáles son las posibilidades de universalizar las conclusiones extraídas del estudio de desarrollos políticos particulares?

La participación política de comunidades de origen inmigrante en Alemania, Argentina y Brasil

a) Alemania:

Considerando la tipología elaborada por Koopmans y Stattham (Koopmans, 1995; 1999; 2000; Koopmans, Statham, 2000) a fines de la década de 1990, Alemania pertenece al tipo de país que tiene como prioridad integrar a las comunidades de origen inmigrante con los instrumentos de la política social, sin concesiones sustantivas a sus reivindicaciones de identidad cultural y con un acceso tradicionalmente restrictivo a la ciudadanía, pero que, al haberse modificado en la década pasada con las leyes de ciudadanía (2000) y de migraciones (2004), está produciendo cambios sociopolíticos de magnitud considerable (Brochmann, Hammar, 1999).
Sobre una población de 80 millones de habitantes viven en el país aproximadamente seis millones de extranjeros que sumados a los descendientes de inmigrantes con ciudadanía alemana permiten estimar una población de aproximadamente veinte millones de personas originados en primera, segunda o tercera generación en las migraciones que llegaron al país en los últimos cincuenta años. La mayor parte de esta población tiene origen turco. Llegados al país después de que en 1961 se firmara el Tratado entre la República Federal (entonces limitada a la región occidental y sur del país), pocos días después de que el cierre de la frontera intraalemana por las autoridades de la República Democrática privara a la economía occidental de la mano de obra barata que tan urgentemente necesitaba para el desarrollo de una de las economías de exportación más eficientes del planeta.
Al clausurarse con la crisis del petróleo de 1973 el ciclo de reclutamiento de inmigrantes extranjeros, las autoridades federales pusieron a los inmigrantes ante la disyuntiva de regresar a sus países o traer a sus familias. Como la mayoría de ellos optaron por esta última alternativa, la migración transitoria se convirtió en permanente, sin que el país estuviera preparado para su incorporación. Durante casi tres décadas el discurso oficial insistió en que Alemania no era país de inmigración, negando una realidad que crecía a ojos vista. Para sostener este ideologema, se fue desarrollando una ecuación peligrosa: si la mayoría de los inmigrantes eran turcos, necesariamente eran musulmanes y, por consiguiente, extraños a la cultura mayoritaria de la población alemana. Si pretendían ser reconocidos y tener competencia para participar en la sociedad y la política del país, debían desprenderse de sus características distintivas y asimilarse (Brubaker, 1992; D'Amato, 2001; Eryýlmaz,  Kocatürk-Schuster, Schade, 2000; Gieler, Fricke, 2004; Giugni, Passy, 1999; Herbert, 2001; Leveau, Ruf, 2000; Martiniello, 2005; Thränhardt, 2000; Vior, Manjuk, Manolcheva, 2004a).
En principio este discurso creó la imposibilidad de la comunicación entre el estado, el sistema político y la mayoría de la sociedad civil por un lado y los agrupamientos y organizaciones de los inmigrantes -particularmente de los turcos- por el otro. No obstante el bloqueo político e ideológico por ambas partes (motivado en gran parte por la resistencia de los conservadores alemanes a avalar la incorporación de Turquía a la Comunidad Europea primero y a la Unión Europea después), las necesidades de adaptación de la población de origen turco a las condiciones de vida en el país adoptivo y, sobre todo, la aparición paulatina de nuevas generaciones nacidas y/o crecidas en Alemania, que luchaban por abrirse paso con una creciente consciencia de que Turquía podía ser un buen destino de vacaciones, para hacer negocios o, inclusive, para buscar una novia que luego llevarían a Alemania, pero ninguna alternativa de vida, llevó a una creciente diferenciación de la estructura organizativa de la colectividad. A esto coadyuvó el federalismo alemán en el que los estados federados y muchos municipios progresivamente comenzaron a buscar soluciones para organizar la convivencia con las colectividades de origen inmigrante.
Después de terminada la Guerra Fría y de reunificado el estado alemán en 1990, pareció que la incorporación de las regiones orientales y el aumento de la población étnicamente alemana permitiría a los líderes alemanes limitar las concesiones que debían hacer a las comunidades de origen inmigrante para lograr su lealtad al estado de acogida. Sin embargo la agudización de las desigualdades regionales entre el Oeste y el Este y la masiva migración de la población oriental hacia el Oeste y hacia el exterior mostraron a más tardar hacia mediados de la década que el centro de la vida económica, social y cultural alemana residía en Berlín y en los centros urbanos occidentales. Consecuentemente aumentó nuevamente la importancia de las colectividades de origen inmigrante y se difundió entre políticos y representantes de las instituciones (sobre todo las iglesias y universidades) y las principales organizaciones sociales la percepción de que era necesario llegar a un arreglo que incorporara a dichas minorías a la ciudadanía alemana, sin que por ello ésta perdiera sus características culturales predominantes.
La política escolar, la laboral y la social fueron los tres principales instrumentos de incorporación de los inmigrantes. Con desarrollos desiguales según las constelaciones políticas regionales y locales, particularmente el acento puesto en la enseñanza de la lengua y los planes de entrenamiento profesional contribuyeron a la incorporación de los hijos de los inmigrantes al mercado de trabajo. La política social, mientras tanto, limitó el desarrollo de guetos étnicos. No obstante, en cada momento de declive del ciclo económico las poblaciones de origen inmigrante fueron las más afectadas, particularmente las mujeres.
Además de los instrumentos estatales en el curso del último medio siglo surgió una gran variedad de iniciativas religiosas y comunitarias que asumieron tareas pedagógicas, sociales religiosas para atender las necesidades de las comunidades de origen inmigrante. A éstas se sumaron numerosas asociaciones y organizaciones surgidas en las propias colectividades que buscan conectarse con la mayoría social y el estado en sus diferentes niveles, para presentar sus demandas y satisfacer sus necesidades laborales y sociales, pero también de reconocimiento. Hasta principios de la década pasada, empero, estas iniciativas se limitaban a reclamar atención para sus problemas, sin estar en condiciones de vincular sus reclamos con los de otros grupos de la sociedad alemana.
Pueden diferenciarse tres tipos de organizaciones con esta finalidad: a) asociaciones, centros y/o organizaciones activas en la política social, incluyendo agencias gubernamentales (mayormente municipales) que realizan tareas de promoción en el medio inmigrante, resolviendo problemas inmediatos (drogas, criminalidad, ayuda escolar, búsqueda de puestos de formación profesional, etc.) u orientando programas de autoayuda y/o de formación profesional; b) “organizaciones intermedias”, a veces de iglesias u organizaciones civiles, mayormente mixtas (combinando miembros de diversas colectividades y de la mayoría social), que asumen la tarea de conectar al Estado y/o las organizaciones de la mayoría con las de las comunidades de origen inmigrante y c) organizaciones que afirman la diferencia cultural y religiosa de las comunidades de origen inmigrante (en particular, de la turca y musulmana) como modo de ofrecer un refugio, especialmente a las jóvenes, en el que puedan formarse lingüística y profesionalmente, para luego incorporarse al mercado de trabajo formal, sin tener que competir en las escuelas y centros de formación tanto con los propios jóvenes como con sus coetáneos alemanes. Durante décadas primó el primer modelo, aunque el segundo tipo se fue extendiendo en la medida en que dentro de la propia colectividad de de origen turco se iban formando profesionales en áreas pedagógicas y sociales. El tercer tipo nunca fue estadísticamente relevante, pero es una expresión significativa del camino seguido por una minoría de jóvenes mujeres de socialización musulmana que se afirman en su fe mientras que al mismo tiempo adquieren los conocimientos y habilidades que les permitan competir en un medio social occidental (Vior, Manjuk, Manolcheva, 2004b; Vior, Bosse et al., 2005).
Tres hitos de la última década posibilitaron y al mismo tiempo condicionaron la incorporación de la minoría de socialización musulmana a la sociedad y a la política alemanas:
  1. Después de 16 años de gobierno demócrata cristiano-liberal, la coalición socialdemócrata-verde que gobernó entre 1998 y 2004 promulgó en 2000 la Ley de Ciudadanía (Staatsangehörigkeitsgesetz) que, aun manteniendo el principio de jus sanguinis como fundamento de la ciudadanía alemana, simplificó el acceso a la misma para extranjeros que residan legalmente en el país más de ocho años y un status opcional para hijos de extranjeros nacidos en el país que a los dieciocho años deben optar por la de origen de sus progenitores o por la alemana. De este modo abrió la puerta para la incorporación de cientos de miles de extranjeros a la antes cerrada comunidad del pueblo alemán.
  2. Inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos el gobierno federal envió al Bundestag dos paquetes de leyes represivas contra el “terrorismo islámico” con más de 900 páginas cada uno, que debieron ser aprobados por el Parlamento en trámite de urgencia, o sea sin que los parlamentarios hubieran podido analizarlos. Todo indica que estaban preparados ya previamente. Por los mismos se establecieron serias limitaciones de las libertades individuales y la sospecha previa contra grupos enteros de la población por su mero origen. Especialmente los jóvenes de socialización musulmana son considerados a priori sospechosos. Estas medidas autoritarias limitaron seriamente la posibilidad de expresión de las comunidades de fe islámica.
  3.  Finalmente, la promulgación en 2004 de la Ley de Inmigración estableció por primera vez en casi cien años que Alemania es un país de inmigración. La política inmigratoria quedó sometida a los acuerdos a nivel europeo y es fuertemente restrictiva hacia afuera. Solamente se favorece el ingreso de profesionales y trabajadores altamente calificados o para determinadas profesiones (por ejemplo en la atención de la tercera edad) bajo regímenes excepcionales, pero se regula (bajo la ya mencionada limitación de la legislación de seguridad interior) el acceso a la residencia permanente para quienes ya viven documentadamente en el país.

A pesar del pasaje en 2004 a una coalición democratacristiana-liberal que todavía gobierna, estas tendencias no se alteraron sustancialmente. Por el contrario, el ascenso social de los descendientes de inmigrantes llevó al surgimiento en Berlín y los estados occidentales de una clase media mestiza y diferenciada. Los antiguos entornos sociales que sustentaban a los otrora principales partidos del país (la democracia cristiana y la socialdemocracia) se han fracturado por la tercera revolución industrial y el debilitamiento de las principales instituciones (iglesias y sindicatos). Las lealtades partidarias ya no están tan claras.
Al aceptar que Alemania es un país de inmigración, su estado y su sociedad mayoritaria han tenido éxito en incorporar individualmente a los descendientes de la inmigración, aunque están pagando el precio de aceptar imprevisibles reformas de su régimen político. Se ha producido una deculturación de los inmigrantes, pero la mayoría social ha debido aceptar importantes modificaciones en sus sistemas de valores y símbolos. Sin embargo, los principios normativos del patriotismo republicano alemán parecen haber salido fortalecidos. Las colectividades de origen inmigrante, a su vez, han tenido un relativo éxito social, pero al costo de profundizar sus desigualdades económicas, sociales e intraculturales (sobre todo las intergeneracionales). Han fracasado en el intento de transportar en su ascenso valores sustanciales de la cultura de origen y/o de la diaspórica. Las organizaciones de la migración, finalmente, han fracasado casi totalmente.

b) Argentina:

En Argentina el contexto actual de incorporación de las comunidades de origen migratorio está determinado por el cambio de paradigma político operado en 2003 que incluyó la modificación del sentido de la política migratoria.
Congruentemente con un régimen de acumulación basado en el aumento de la renta financiera, la dominación del FMI, una política dirigida al aumento del endeudamiento externo que limitaba fuertemente la autonomía del Estado y una imagen nacional neocolonial, entre 1976 y 2003 las migraciones latinoamericanas fueron consideradas a la vez como un problema de seguridad nacional y una variable de ajuste del mercado de trabajo. Era muy fácil entrar ilegalmente al país, pero muy difícil regularizar la situación legal. Ciertamente en lapsos irregulares e imprevisibles el Estado decretaba amnistías que permitían que miles de inmigrantes regularizaran su condición, pero se trataba de medidas arbitrarias. Bajo la vigencia de la Ley de Migraciones Nº 22.439 de 1981, conocida como “Ley Videla”, que fue reglamentada por el primer gobierno de la democracia (el de R, Alfonsín, 1983-89) en 1987, las autoridades de aplicación (Dirección Nacional de Migraciones) y las llamadas “policías auxiliares” (Gendarmería Nacional y Prefectura Naval) tenían un gran poder discrecional para decidir sobre la entrada, permanencia y expulsión del país de los inmigrantes. Las chicanas y corrupción policiales, los trámites de favor y las gestorías estaban a la orden del día (Nejamkis, 2011: 81-92; Sassone, 1987).
Fue una coyuntura favorable la que permitió a las organizaciones de inmigrantes y a quienes las apoyaban desde distintas ONG poner la reforma de la legislación y política migratoria en la agenda pública: cuando a fines de la década de 1990 la agudización de la crisis económica y el descrédito del gobierno de C. Menem lo motivaron a iniciar una campaña xenófoba contra los inmigrantes latinoamericanos (especialmente contra los de origen boliviano), la iniciativa conjunta de las organizaciones de apoyo a los inmigrantes y de los movimientos de derechos humanos, con su gran prestigio, revirtieron la campaña y obligaron al gobierno a presentar en el Congreso un primer proyecto de reforma de la legislación migratoria. Esta iniciativa fue inmediatamente contestada por una serie de audiencias parlamentarias en las que se constituyó una gran coalición de grupos y organizaciones que fueron elaborando sucesivos proyectos de ley, hasta que finalmente en 2003 -ya asumido el nuevo gobierno de N. Kirchner- se consensuó el que finalmente fue aprobado como Ley 25.871[3] (Benencia, 1997; 1999; 2003; Benencia, Karasik, 1994, 1995; Caggiano, 2003; 2005; Casaravilla, 1999; CELS, 1999; Courtis, 2006; Grimson, 1999; Jelin, 2006; Mármora, 2004; Novick, 1986; 1992; Oteiza, Novick, 2000; Pacecca, 2001; Pérez Vichich, 1988; Pizarro, 2007).
En su artículo 4º esta ley establece el derecho humano a la migración: “El derecho a la migración es esencial e inalienable de la persona y la República Argentina lo garantiza sobre la base de los principios de igualdad y universalidad.” En general la norma se orienta por el criterio de origen (sudamericano) más que por el de reciprocidad, abuele todo criterio de ilegalidad migratoria diferente a los casos que puedan estar tipificados en el Derecho Penal, establece el derecho a la reunificación familiar, prohíbe todo tipo de discriminación por origen o status migratorio, norma la libertad absoluta de movimiento y asentamiento de los inmigrantes dentro del territorio nacional en igualdad de condiciones con los ciudadanos argentinos y establece su completa igualdad de derechos con éstos, salvo en el caso de los derechos políticos, si no hay ley especial de algún distrito al respecto (Chausovsky, 2004; 2006; Nejamkis, 2011:145-157; Novick, 2001; 2004).
Sin embargo, el propio texto de la ley ya encerraba algunas contradicciones que determinarían el proceso posterior de reglamentación. Así se mantuvieron las llamadas categorías migratorias y algunas normas de la anterior ley de Migraciones de la dictadura que daban demasiada autonomía de decisión a la autoridad de aplicación. Estas contradicciones se manifestaron repetidamente durante el largo proceso de discusión sobre la reglamentación de la ley que duró hasta abril de 2010. Aunque por iniciativa de la autoridad política en el mismo se dio amplia participación a organizaciones sociales, especialmente a organizaciones de derechos humanos y representativas de las comunidades de origen inmigrante, la presión concentrada de la burocracia de la DNM logró retrasar el proceso durante seis años (CELS, 2005).
No obstante, ya desde el inicio el gobierno nacional buscó sortear estos obstáculos con planes y políticas ad hoc que permitieron la normalización documentaria de cientos de miles de inmigrantes. Así se implementó entre 2004 y 2006 el Plan de Normalización Documentaria “Patria Grande” que permitió la documentación de cerca de 750.000 inmigrantes indocumentados. Al mismo tiempo se llevó adelante un plan de normalización documentaria para inmigrantes de países no sudamericanos que beneficio especialmente a la comunidad china (Domenech, 2005; Nejamkis, Rivero Sierra, 2008; Novick, 2005a).
Aunque la aplicación de estos planes tuvo fuertes carencias y fue muy criticada por organismos de derechos humanos y de defensa de los inmigrantes, fue bastante exitosa al eliminar casi totalmente el temor a la expulsión del país y al aumentar sustancialmente la cantidad de inmigrantes documentados que en consecuencia comenzaron a presionar directa o indirectamente con sus demandas sobre el Estado en sus distintos niveles, nacional, provincial y municipal. Esta política migratoria de los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-07) y Cristina Fernández (2007-11) se enmarca consecuentemente en su estrategia general de cambio del régimen de acumulación. Ya a mediados de la década de 1990 la introducción de los cultivos transgénicos y las concesiones mineras y pesqueras habían introducido en el régimen de acumulación basado en la renta financiera la importante variación que significó la apertura hacia actividades extractivas. Por las condiciones entonces negociadas la única de las tres sobre la que el Estado nacional puede tener un cierto control es la agropecuaria, lo que explica los alineamientos políticos y sociales de mediados de la década y en parte también la fragmentación del régimen político.
Desde el inicio del gobierno de Néstor Kirchner se aplicó una estrategia de fomento al consumo interno como vía de reindustrialización, desendeudamiento del Estado, avance hacia el pleno empleo, restablecimiento de la participación salarial en el PBI mediante las convenciones colectivas de trabajo y reducción de la pobreza mediante múltiples instrumentos de política laboral y social, así como por la política educativa. De acuerdo a diversos analistas -muchos de ellos en apoyo crítico a ambos gobiernos- son indudables los éxitos en materia de crecimiento económico continuado (con la sola excepción del año 2009 por efecto de la crisis internacional), reducción del desempleo a cerca del 8% del total de la población económicamente activa, reducción del empleo no registrado (que, de todos modos, todavía se estima en cerca del 35% del total), aumento de la participación del trabajo remunerado en el PBI a cerca del 40%, reducción de la desigualdad (especialmente gracias a la Asignación Universal por Hijo, AUH, decretada en 2009), aumento de la participación de la producción industrial tanto en el PBI como en las exportaciones, etc.
No obstante, es todavía dudoso que este proceso de crecimiento, basado en gran parte en la exportación de commodities y en el fomento del mercado interno con medidas cambiarias, subsidios, inflación y un sistema tributario regresivo, haya revertido ya en un proceso de desarrollo autosostenido, capaz de reproducir el crecimiento a partir de la acumulación interna de capital, la innovación tecnológica y un sistema político y legal en condiciones de asegurar un mercado abierto y competitivo. Hay numerosos indicios de que se está transitando de un régimen de acumulación financiero-extractivo hacia uno basado en la producción y autorreproducción, pero faltan datos concluyentes que permitan afirmar la irreversibilidad del cambio.
En general puede caracterizarse la política migratoria de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández como consecuente con esta transición de un régimen de acumulación a otro. Puede hablarse de un “blanqueamiento de las cifras” y de “absorción en la ciudadanía argentina”. Por un lado se trató de documentar a la población inmigrante, para transparentar el mercado de trabajo y saber con qué fuerzas laborales se cuenta. Este aspecto tuvo la virtud de disminuir relativamente la informalidad del empleo y de hacer extensivos a las comunidades de origen inmigrante beneficios educativos, sanitarios y sociales (como la Asignación Universal por Hijo) otorgados a los sectores de menores recursos. Esta vinculación con el mercado de trabajo se manifestó también negativamente en las dificultades de ambos gobiernos para eliminar el trabajo en negro y la trata de personas en importantes sectores (como los de la indumentaria, la construcción, los cultivos intensivos y el trabajo doméstico entre otros que emplean abundantemente mano de obra extranjera).
Por el otro lado la política kirchnerista se dirige claramente a la incorporación de las comunidades de origen inmigrante a la “ciudadanía argentina”, sin hacer concesiones ni tener en cuenta las diferencias culturales cualitativas que separan a la población mayoritaria de estos nuevos sectores. Los cuatro principales instrumentos para alcanzar este objetivo son la normalización documentaria, la asistencia social (que permite identificar a los receptores), la ampliación de la escolarización (a la que coadyuvó el instrumento anterior) y la política habitacional tendiente a la construcción de barrios mixtos en los que convivan inmigrantes de diversos orígenes y nacionales argentinos. Declaradamente la política de los gobiernos kirchneristas se dirige a incorporar plenamente a las comunidades de origen inmigrante a la ciudadanía sin reconocer diferencias étnicas y culturales.
La política migratoria se ve complementada por la Ley de Refugio que abrió la puerta para que los refugiados reconocidos en los términos de la Convención de la ONU puedan solicitar su pasaje a la condición de inmigrantes. Al mismo tiempo se suprimió en la legislación laboral, social y de familia todo tipo de discriminación contra los inmigrantes. La supervivencia en la Ley y en el Decreto reglamentario de una relativa autonomía de decisión para las autoridades de aplicación (Chausovsky, 2010) implica no obstante un resabio de las viejas estructuras autoritarias. Estos restos se manifiestan aún con más fuerza en la conducta de las policías corruptas que son cómplices de la trata de personas.
Precisamente fue un hecho vinculado con estas prácticas corruptas el que desencadenó la mayor reforma de la Policía Federal en sus sesenta años de existencia: cuando en diciembre de 2010 grupos de pobladores, entre los que se encontraban numerosos inmigrantes, ocuparon el Parque Indoamericano en el suroeste de la Ciudad de Buenos Aires (Barrio de Villa Soldati) reclamando del gobierno nacional la entrega de viviendas, incitados por “punteros” electorales del macrismo gobernante en la Ciudad y por grupos policiales, efectivos de esta misma Policía Federal dispararon contra los ocupantes matando a cuatro personas. Estos actos criminales y la clara violación de órdenes superiores que desde 2003 prohíben a las fuerzas de seguridad federales usar armas de fuego en el control y represión de conflictos sociales, motivaron que la Presidenta Fernández creara el Ministerio de Seguridad, pusiera a cargo del mismo a Nilda Garré, quien ya había tenido un exitoso pasaje por el Ministerio de Defensa, y descabezara a toda la cúpula de la Policía Federal. A partir de ese momento comenzó una restructuración que todavía dura, destinada a “desmilitarizar” la formación y prácticas de la PF, a profesionalizarla y a cortar todos sus vínculos con el crimen. Por primera vez las fuerzas de seguridad federales (PF, Gendarmería, Prefectura y Policía de Seguridad Aeroportuaria) tienen un mando civil y unificado.
Este es el contexto general y en particular en la política migratoria que encuadra concretas experiencias de investigación realizadas por el autor en diferentes períodos entre 2004 y 2009 en el Partido de La Matanza (en el Área Metropolitana de Buenos Aires) y en el Valle Inferior del Río Negro (Patagonia Argentina)[4]. En ambos proyectos se investigaron básicamente las mismas cuestiones que fueron planteadas al inicio de esta contribución. Se eligieron como objeto del estudio las relaciones entre la comunidad de origen boliviano y el Estado argentino en sus distintos niveles (nacional, provincial y municipal). Se optó por trabajar sobre las relaciones que entabla esta comunidad, porque, como muchos de sus integrantes registran rasgos fenotípicos indígenas, es el grupo de origen inmigrante que en el discurso hegemónico de la nacionalidad argentina ha sido construido como más “extraño”, aunque está presente en el territorio del Estado mucho antes de la fundación del mismo.
Considerando los inmigrantes en primera generación y los descendientes de inmigrantes en segunda y tercera generación, se calcula que en el territorio argentino viven cerca de dos millones de personas de origen boliviano. Siempre han vivido en el mismo, porque las poblaciones kolla del actual Noroeste argentino circulaban habitualmente entre el Alto Perú y el Tucumán antiguo. En la época colonial había una doble circulación de comerciantes y transportistas que se dirigían a Potosí y trabajadores que bajaban a los valles, para trabajar en estancias y plantaciones. Al instalarse los monocultivos regionales a fines del siglo XIX, comenzó una corriente de trabajadores estacionales bolivianos que venían para las cosechas en Salta, Tucumán, La Rioja y Cuyo y luego retornaban a su país.
Fue recién desde fines de la década de 1960, cuando, al quebrar las producciones regionales, los inmigrantes bolivianos comenzaron a acercarse a las grandes ciudades argentinas. Los primeros trabajadores bolivianos llegaron a Buenos Aires hacia fines de la década. Era población de habla kichwa que se distribuyó entre la industria de la construcción y la horticultura en las zonas periurbanas del Norte, Oeste y Sur del Área Metropolitana de Buenos Aires. Gracias a su estructura organizativa macrofamiliar y a la construcción de “redes asociativas transnacionales” (Benencia, 2003), tuvieron gran éxito en esta actividad, ascendiendo socialmente hasta constituir una clase media empresaria en la producción y comercialización de productos hortofrutícolas y se expandieron por todo el país, proveyendo con sus productos a poblaciones que nunca antes habían tenido el acceso regular a productos frescos de huerta.
Dos condiciones fueron ineludibles para que pudieran tener éxito:
1)                        Que existieran parcelas periurbanas disponibles por abandono de los antiguos productores (mayormente de origen italiano y portugués) o porque los gobiernos locales tuvieran interés en poner la tierra a disposición de los horticultores bolivianos, aunque sólo fuera en arrendamiento. Precisamente una de las razones principales de las dificultades que esta colectividad encuentra en el Valle Inferior del Río Negro es que las grandes extensiones de tierra fiscal que allí están disponibles están reservadas por la colusión entre la elite política y empresaria de la zona para la especulación y ocasionales negocios, mientras que los cultivadores bolivianos están impedidos de acceder a contratos estables de arrendamiento o a la propiedad de la tierra.
2)                              Que desde las propias comunidades locales surgieran personas, grupos y/o asociaciones en condiciones de negociar con la dirigencia política local y con los funcionarios del Estado, para presentar sus demandas pro necesidades insatisfechas en materia de derechos humanos. Estos negociadores generalmente surgen de las propias comunidades de origen inmigrante, tienen habilidades de liderazgo o, por lo menos, de interlocución y sobre todo están en condiciones de traducir las demandas de las comunidades al lenguaje y los códigos del discurso hegemónico, para hacerse entender y, eventualmente, poder encontrar puntos de conveniencia compartidos.
El otro grupo de origen boliviano residente en Argentina es el que se ha concentrado en la producción y comercialización de indumentaria. En su origen mayoritariamente de habla aymara, esta colectividad llegó a Argentina en la segunda mita de la década de 1980, después que la introducción del neoliberalismoen Bolivia produjera el cierre de las minas y el colapso de su economía productiva. Están concentrados principalmente en una faja que abarca del Oeste al Suroeste del Área Metropolitana de Buenos Aires, desde el interior de la propia ciudad hasta zonas periféricas. En esta faja se jalonan innumerables talleres de indumentaria en los que los trabajadores trabajan en las peores condiciones, a veces en condiciones semiesclavas, ferias pequeñas y grandes y grandes centros comerciales. Compradores principales de esta producción son las grandes marcas de la industria de la indumentaria, incluso casas de alto diseño que hacen enormes ganancias, gracias a que la mayoría de los talleres y sus trabajadores trabajan en condiciones irregulares. Para que esto sea posible, se conjuga una estructura corrupta que vincula las cámaras empresarias del sector, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (y secundariamente también algunos municipios del Gran Buenos Aires) y la Policía Federal con algunos empresarios de la colectividad y sus agentes intermediarios que impiden todo tipo de movilización y organización, sobre todo a través de numerosas radios FM muy escuchadas por los trabajadores.
Contra esta trama se alzan iniciativas aisladas, como por ej. la Cooperativa La Alameda, que ha desarrollado poderosas iniciativas contra la trata de personas. Otras iniciativas (por ej, una cooperativa de microempresarios auspiciada por el Municipio de La Matanza) intentan buscar caminos alternativos, para escapar a la superexplotación y mejorar el nivel de incorporación a la mayoría social.
La superación de estos nudos requiere acciones concertadas desde el Estado (persecución del empleo irregular por parte de las empresas de la indumentaria), iniciativas sociales que intercepten la información manipulada que reciben estos trabajadores, informen y asesoren y el apoyo al surgimiento de nuevos liderazgos en la propia comunidad que puedan imponerse a las estructuras mafiosas.

c) Brasil:

Aunque Brasil es signatario de los pactos internacionales de derechos humanos, del Pacto de San José de Costa Rica y de los acuerdos del MERCOSUR sobre la libre circulación de las personas, su política migratoria sigue caracterizándose por la ambigüedad (Sousa, 2010): por un lado sigue vigente la Ley 6815, de 1980, que estableció el llamado “Estatuto de las Migraciones” bajo los principios de la “seguridad nacional” y la política migratoria del país se sigue guiando por el principio de reciprocidad; por el otro, mediante la firma de los instrumentos mencionados, la disminución de la persecución contra los inmigrantes indocumentados, la Ley de Amnistía de 2009 y algunos acuerdos bilaterales con países vecinos se busca mitigar la dureza de la legislación.
También en los últimos años se ha convocado a un Consejo Asesor de la Inmigración, con sede en el Ministerio de Trabajo y Empleo, que el año pasado ha presentado un “Plan Nacional de Migración y de Protección al(a la) Trabajador(a) Migrante” basado en los derechos humanos (MTE, 2010). Sin embargo, Brasil continúa sin adherirse a la Convención Internacional para la Protección de los Trabajadores Migrantes (1989) ni a la Convención de la ONU sobre Refugio y el proyecto de nueva Ley de Migraciones, de carácter humanitario y democrático, presentado en el Congreso de la Unión en 2005, perdió estado parlamentario pro falta de tratamiento en tiempo (Milesi, 2005; 2008).
Aunque el Estatuto de Migraciones de 1980 se contradice con los principios de la Constitución de 1988, al seguir vigente, aunque no se apliquen sus disposiciones más lesivas de la dignidad humana, genera temor entre la población de origen inmigrante, favorece la superexplotación de la misma y la trata de personas y la consecuente corrupción de las policías y otras autoridades concernidas que lucran con la situación de ilegalidad en que viven centenares de miles de inmigrantes y sus familias. En general puede afirmarse que la buscada ambigüedad de la legislación y la práctica de la política migratoria brasileña favorece la autonomía de las policías (particularmente la de la Federal, órgano de aplicación de la legislación migratoria). Consecuentemente esta autonomía se extiende a muchas otras esferas de la vida pública del país, lo que favorece la colusión de sectores importantes de la burocracia estatal con el crimen organizado y con grupos empresarios y políticos dispuestos a utilizar esta fuerza de choque.
La política migratoria sirve entonces como palanca para impedir el desarrollo del Estado de Derecho, entendiendo por tal un estado basado en la real isonomía ante la ley, y la democracia, en tanto no sólo las comunidades de origen inmigrante se ven impedidas de presentar públicamente sus demandas por derechos insatisfechos, sino que el amedrentamiento de grandes sectores subalternos ante la eventualidad de ataques policiales los aleja de la escena pública.

Conclusiones

Como el trabajo de investigación de campo en Brasil está en sus inicios y los otros estudios puntuales realizados en el curso de los años requieren actualizaciones y ser contrastados para una mejor comparación, estas conclusiones sólo pueden tener un carácter provisorio. Volviendo a la tipología de Koopmans y Statham, puede afirmarse que las políticas de incorporación de las comunidades inmigrantes en los tres países se parecen, en la medida en que procuran integrar a los inmigrantes en sus sociedades mediante instrumentos de política social y laboral. En los casos alemán y argentino se agrega la política educacional, para promover la homogeneización cultural delos niños de origen inmigrante.
Ninguno de los tres países está dispuesto a reconocer a las comunidades de origen inmigrante derechos especiales de participación política por su origen y/o por la identidad cultural que han construido y/o se les adscribe, como ha sucedido en los casos holandés, británico y canadiense, para citar sólo algunos ejemplos de política integradora multiculturalista. Tampoco estuvieron dispuestos tradicionalmente a otorgar rápidamente la ciudadanía como inicio del proceso de integración, como sucedía hasta hace relativamente pocos años en Francia. Argentina se ha diferenciado recientemente por la relativa facilidad con la que inmigrantes residentes permanentes pueden solicitar su naturalización, pero también Alemania ha disminuido en los últimos años los requisitos y los plazos para acceder a la ciudadanía.
En cambio los tres países se diferencian notablemente en las condiciones de admisión y radicación. Mientras que Brasil, aprovechando su ambigüedad normativa, permite entrar a los inmigrantes extranjeros con relativamente pocos controles, a éstos se les hace muy difícil, muy largo, muy complicado (por la baja transparencia de los trámites) y muy caro radicarse legalmente. Como resultado de estas prácticas en los grandes centros industriales se han concentrado importantes contingentes de trabajadores inmigrantes indocumentados, por consiguiente superexplotados y constantemente chicaneados por las policías que forman un segundo mercado de trabajo abastecedor de mano de obra barata para la industria y los servicios. También en Alemania se da un fenómeno similar, pero en menor medida. La rigidez de la política europea de inmigración ha dificultado mucho el acceso al continente. No obstante siguen llegando pro distintas vías nuevos contingentes de trabajadores inmigrantes que sobreviven en la ilegalidad, a pesar de las persecuciones. Como éstas son más efectivas en Alemania, allí se encuentran menos indocumentados. Por otra parte, dada la situación geográfica del país y la extensión de sus redes productivas, el trabajo barato se obtiene produciendo en países (también europeos) de bajos costos y mediante las migraciones estacionales dentro de la UE.
Gracias a la nueva ley de migraciones y a la política subsecuente en Argentina ha disminuido mucho el porcentaje de trabajadores indocumentados. Sin embargo, sigue habiendo un gran número de ellos, particularmente en la industria de la indumentaria, en la construcción y en los servicios por falta de información, por las campañas de intimidación que hacen los sectores patronales y por dificultades para conseguir la documentación necesaria en los países de origen. En los tres países sigue observándose un alto grado de autonomía de las policías encargadas con tareas migratorias. Es el caso del centro de retención en el aeropuerto de Francfort, de las amplias facultades de la Policía Federal brasileña como autoridad de aplicación de la legislación migratoria y de la documentación y de las autoridades de la Dirección Nacional de Migraciones, Gendarmería y Prefectura en Argentina que siguen teniendo facultades de interpretación en los procedimientos administrativos que les dan una gran autonomía.
Esta autonomía de las policías respecto a la autoridad civil constituye una fuerte rémora autoritaria dentro de regímenes democráticos de la que no puede esperarse que se limite sólo al tratamiento de las colectividades de origen inmigrante. De hecho en los tres países pueden registrarse actitudes autoritarias de las policías hacia otros grupos de la población, aunque en Alemania constituyen prácticas marginales (aunque repetidas) y son severamente castigadas cuando descubiertas. Donde peor está la situación de los derechos civiles por la arbitrariedad y falta de responsabilidad legal de las policías es en Brasil.
En este punto puede concluirse en general que todo ejercicio extralegal de la autoridad estatal hacia las comunidades de origen inmigrante, aunque se trate de potestades administrativas autorizadas por la propia ley, crean espacios de arbitrariedad policial que no se limitan al tratamiento de estos grupos poblacionales y afectan el ejercicio de los derechos civiles de toda la población. Son obstáculos serios al desarrollo jurídico que la construcción del Estado de Derecho debe remover.
Considerando que las migraciones internacionales masivas no se detendrán en un futuro previsible y que, mientras dure la actual tercera revolución industrial, continuarán produciéndose desplazamientos masivos de población hacia los centros regionales de desarrollo, es previsible que continúen formándose comunidades de origen inmigrante en los países y regiones de acogida que intenten reconstruir su capital cultural como modo de adaptarse mejor a las condiciones del país de acogida. De este modo los procesos de de- y reculturación tanto de las comunidades como de las propias mayorías sociales y los estados deben considerarse normales. No es realista suponer, como en Alemania, que el éxito del estado y de la mayoría social en incorporar a una porción significativa de la colectividad de origen turco mediante canales de ascenso individual resuelva el problema creado por la desconsideración de su construcción cultural que esta comunidad sufrió durante décadas. Aun cuando el flujo de inmigración desde Turquía se redujo a niveles no significativos, en Alemania no cesará de haber presencia “turcogermana”. El problema del reconocimiento y diálogo intercultural no fue resuelto, sólo postergado.
Todavía peor se presenta en este nivel la situación en Argentina y Brasil, donde no existe reconocimiento oficial de la necesidad de tratar la diferencia cultural. Aunque Argentina ha resuelto cuestiones fundamentales de la política migratoria, la negativa a considerar la diferencia de la población de origen boliviano como dato a considerar en las políticas de incorporación y articulación, combinada con la situación de sometimiento y superexplotación a la que está sometida una parte importante de esta colectividad, contribuye a darle a las relaciones económicas y laborales en amplias zonas urbanas connotaciones étnicas que fácilmente pueden desembocar en el racismo. En Brasil se añade al respecto la situación de ilegalidad en que se encuentran grupos importantes de las colectividades de origen inmigrante llegadas en las últimas décadas.
El establecimiento de canales de diálogo intercultural sería la mejor solución para el tratamiento dialógico y racional de los problemas de la convivencia entre culturas heterónomas. Sin embargo, contra esta línea de solución conspiran primero las imágenes nacionales monoétnicas de la mayoría de los estados y sociedades actuales. El concepto de soberanía que fundamenta la autoridad estatal y las prácticas administrativas está construido sobre la imagen de un pueblo étnica, lingüística y culturalmente homogéneo. Por esta razón las conducciones estatales que reconocen la necesidad de dar a la cuestión migratoria soluciones humanistas y democráticas procuran lograr la integración individual de los inmigrantes, como paso previo a su asimilación por la cultura hegemónica. Cuando se aceptan las diferencias culturales, se procura evitar que las mismas impliquen consecuencias sobre la participación y la representación políticas.
En segundo lugar las posibilidades de que las comunidades de origen inmigrante se den representaciones en condiciones de dialogar con el estado y la mayoría social dependen tanto de la situación legal (la posibilidad de acceder más o menos sencillamente a la residencia permanente) como de condiciones socioeconómicas. En condiciones de extrema explotación es difícil que surjan liderazgos dialoguistas.
Finalmente, este proceso de organización y representación depende asimismo de factores contingentes de cada comunidad en cada lugar. Según las condiciones políticas y socioeconómicas locales, el peso demográfico relativo de la comunidad y su capital simbólico puede preverse en principio que surjan o no “mediadores interculturales” en condiciones de interpretar las necesidades por derechos humanos insatisfechos de las comunidades y expresarlos en demandas entendibles para los representantes del estado y de la mayoría social. Claro que esta previsión nunca puede dar certezas. Pueden estar dadas las mejores condiciones ambientales y que no surjan mediadores. Pueden surgir éstos y no hallar interlocutores válidos de parte del Estado.
En esta contribución se han comparado por primera vez los resultados de esfuerzos de investigación realizados a lo largo de casi diez años. Todos ellos por sí mismos fueron fragmentarios. Por fortuna las cuestiones que pretendieron responder eran muy similares. En el caso brasileño el trabajo de investigación recién está en sus inicios. Es especialmente necesario probar una parte de las hipótesis investigadas: ¿en qué medida se modifican los sistemas políticos de los países de acogida ante las demandas por derechos presentadas por las comunidades de origen inmigrante? Éste es el programa de los futuros proyectos.

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[1]              Sobre la idea de “discurso competente” como condición para el reconocimiento de derechos v. M. Chauí (1981).
[2]              Piénsese por ejemplo en los estudios señeros de Rokkan y Eisenstadt (1973).
[3]              Fue sancionada el 20 de enero de 2004.
[4]              Toda la documentación y los datos recogidos están disponibles.