domingo, 9 de septiembre de 2012

¿Brasil marcha hacia la teocracia?

San Pablo preocupa a Dilma

Atrevido. El candidato paulista del evangelismo intenta sumar votos en la calle.
Celso Russomano, un ex periodista televisivo metido a político bajo el padrinazgo de la polémica Iglesia Universal del Reino de Dios, es el favorito de los paulistas.
Dilma y Lula no están casados, pero no se pueden separar. Él la elevó a la Presidencia y necesita de su dureza y solidez, aunque deba correr por el país mitigando las heridas que su criatura infiere a propios y aliados. Ella creció a su sombra, triunfó gracias a él, pero está abrumada por la herencia caótica que Lula dejó, al iniciar múltiples proyectos, sin presupuestos, infraestructura ni cuadros.
Por eso ella viajó el miércoles pasado a San Pablo para almorzar con él, conversar durante cinco horas y volverse a Brasilia. La acompañaron el secretario general de la Presidencia, Gilberto de Carvalho, y el asesor para asuntos internacionales Marco Aurélio Garcia. Los reunieron la angustia, el miedo y la ansiedad. San Pablo, el Nordeste y los sindicatos son sus motivos.
El gigante de once millones de habitantes (22 millones en la región) es el centro de la vida brasileña. Es la sexta ciudad más grande del mundo, dominada por una elite tan fina como conservadora y mediática. Permanentemente opuesta al poder central desde el siglo XIX, siempre representó al “otro Brasil” que mira hacia Europa y los Estados Unidos. Para la burguesia paulista y sus dos grandes diarios, O Estado de São Paulo y Folha de São Paulo, América del Sur es el patio trasero del Brasil potencia al que éste no precisaría consultar para hacer política mundial, sino imponerle sus decisiones.
Los electores paulistas ya castigaron varias veces esta arrogancia: el expresidente Janio Quadros (1986-89), el exministro de la Dictadura Paulo Maluf (1993-97) y el actual alcalde Gilberto Kassab (2006-12) fueron electos a contracorriente. Ni izquierdas ni derechas los deseaban. Gobernaron demagógicamente, administraron desastrosamente y dejaron la ciudad desquiciada, pero el pueblo insiste en repudiar las ofertas partidocráticas. La nueva amenaza se llama Celso Russomano. Experiodista televisivo metido a político, el año pasado ingresó al insignificante Partido Republicano Brasileño (PRB) y bajo la dirección de la Iglesia Universal del Reino de Dios, del pastor Edir Macedo, lo convirtió en una poderosa máquina que hoy le asegura el 35% de intención de voto para las elecciones del 7 de octubre, con tendencia al alza. Frente al 21% menguante de su contrincante José Serra (PSDB) y al 16% del exministro de Educación de Dilma Fernando Haddad (PT), es un favorito imbatible. Hoy sólo se discute sobre el nombre de su oponente en la segunda vuelta del 28 de octubre, para cuya campaña Folha de São Paulo propuso el jueves que Lula y Fernando Henrique Cardoso (jefe histórico del PSDB) compartan estrado.
El supremo matrimonio político tiene también otras preocupaciones. El ascendente Partido Socialista Brasileño (PSB), un producto nordestino que conducido por el alcalde de Recife Eduardo Campos se expande por el país, buscando autonomía abandonó al PT ante la derecha en varios municipios que éste puede perder.
También la Central Única de los Trabajadores (CUT), fundada por Lula en 1983, se quejó ante su mentor, porque Dilma ahogó sin negociar las largas huelgas del sector público. El anuncio hecho esta semana de que el Ejecutivo mandará al Congreso un proyecto de ley reglamentando el derecho de huelga en la administración pública colmó el vaso.
Finalmente, José Dirceu, líder histórico del PT, procesado por corrupción ante el Supremo Tribunal Federal (STF) en el proceso del mensalão, está enojado con la presidenta, porque ésta no desplazó al fiscal general del Estado, Roberto Gurgel, que usa el proceso para perfilarse mediáticamente.
Ni Lula ni Dilma dieron declaraciones al salir de la reunión ni la prensa informó al respecto. Todos son conscientes del desastre que amenaza al establishment político brasileño. San Pablo no vale una misa, pero sí muchas herejías.

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Eduardo J. Vior