Debates Latinoamericanos. Año11, volumen 1/2013 (abril), Nº 21 - ISSN 1853-211X
http://revista.rlcu.org.ar/numeros/11-21-Abril-2013/documentos/Vior.pdf
Lo político y la interculturalidad
por Eduardo J. Vior
Resumen
Aunque los actuales procesos reformistas
en América del Sur han restablecido la estructura y el peso de los Estados
nacionales en las respectivas sociedades, no eliminaron los movimientos y
prácticas pluriculturales surgidas en años precedentes, sino que se articulan
con ellos en formas diversas. Esta convivencia de códigos culturales
heterogéneos genera problemas para el estudio, la formulación y la práctica de
"lo político" que en esta ponencia se abordan desde una perspectiva
intercultural. Se trata de redefinir las posibilidades de utilizar el concepto
de sistema político en la fase actual del desarrollo de los países
sudamericanos considerando su heterogeneidad cultural.
Palabras-clave:
lo político – interculturalidad – sistema político – Estado nacional
Abstract
Even if the currently South American reformist processes have restore
the structure and weight of the National States in their respective societies,
they didn’t remove at all the pluricultural movements and their practices, that
arose in the years before, but they articulate themselves with these new
phenomena in diverse forms. This coexistence of heterogeneous cultural codes
generates many troubles by the study, formulation and praxis of Politics, that
in this contribution are dealt from an intercultural approach. It’s about
redefining the chances to use appropriately the concept of “political system”
at the actual stage of development of the South American countries, without
neglecting their cultural heterogeneity.
Key-words: Politics –
Interculturality – Political System – National State
1. Introducción
Las masivas
intervenciones que los regímenes autoritarios que rigieron en América Latina
entre las décadas de 1960 y 1980 realizaron en los conflictos sociales y
culturales y la debilidad de los regímenes posteriores de transición a la
democracia redujeron la capacidad de los Estados nacionales para imponer
patrones de subjetivación y de sociabilidad hegemónicos. Este debilitamiento
permitió primero el surgimiento de referencias identitarias diferentes al
modelo nacional que desde la década de 1980 se desarrollaron potentemente
asumiendo funciones y tareas que antes correspondían a los Estados y asegurando
la gobernabilidad. Al mismo tiempo se estructuraron redes asociativas
transnacionales que a veces tuvieron alcance continental, complementando y a
veces sustituyendo las referencias a los Estados nacionales como marcos para
ala presentación de demandas y la articulación de intereses.
Aunque los procesos
comunmente denominados como "neodesarrollistas" que fueron asumiendo
el poder en casi toda América del Sur y en América Central a partir de
principios de siglo fortalecieron nuevamente la estructura, el peso y la
capacidad representativa de los Estados nacionales en las respectivas
sociedades, no eliminaron las instituciones, organizaciones, movimientos y prácticas
pluriculturales existentes o en surgimiento, sino que se fueron articulando con
ellos en formas diversas.
A partir de la
experiencia de investigación sobre las condiciones de acceso al ejercicio de
los derechos políticos por parte de comunidades de origen inmigrante en
Alemania, Argentina y en las Tres Fronteras entre Argentina, Brasil y Paraguay
que el autor recogió en sucesivos proyectos realizados respectivamente en
2002/03, 2004/06, 2009/10 y desde 2011 (Vior/Manjuk/Manolcheva, 2004; Vior, 2006;
2010), del estudio histórico comparativo entre dichas experiencias y del
análisis sistémico[1], desde
una perspectiva intercultural de los derechos humanos en el siguiente trabajo
se discuten las articulaciones entre las relaciones interculturales y las configuraciones
de los espacios políticos.
Al comenzar en
2002 a indagar el estado de los estudios empíricos sobre la formación cívica de
jóvenes de socialización musulmana en Alemania[2], todos
los colegas y funcionarios a los que el autor entrevistó, para comenzar a
diseñar su proyecto, le respondieron unánimemente que “no existen iniciativas
democráticas en la formación cívica de jóvenes musulmanes”. Detrás de esta
afirmación se escondía la definición de democracia como democracia liberal
representativa. Obviamente era imposible que iniciativas surgidas en
comunidades mayormente de origen turco y trabajador orientaran su trabajo de
capacitación juvenil a influir sobre la representación parlamentaria. Ya
entonces quedó claro que esta perspectiva limitaba el espacio de la
participación política a las instituciones y mecanismos del Estado liberal.
Coincidiendo con
algunos estudios realizados comparativamente en Europa Occidental en aquella
época (Koopmans, 1995; 1999; 2000), las investigaciones posteriores del autor
sobre la participación política de comunidades de origen inmigrante realizadas
en Argentina en el Área Metropolitana de Buenos Aires y en el Valle Inferior
del Río Negro mostraron que para los funcionarios y la mayoría de los
académicos lo político se limita a las instituciones y prácticas legalmente
reconocidas. Todo reclamo o puja por intereses formulado fuera de los códigos
establecidos de la representación/delegación aparece como no político,
perteneciente a la esfera de la sociedad civil o de los movimientos culturales
y, por consiguiente, como resoluble por la vía administrativa y/o policial. En
consecuencia no cabría a estas iniciativas reclamar participación en la
formulación, gestión y seguimiento de las políticas públicas que las atañen. A
lo sumo podrían canalizar sus reclamos a través de las representaciones
políticas establecidas.
Es innegable que
en todas las latitudes existen grupos de origen inmigrante que aceptan la
imposición recién mencionada, se deculturan y se asimilan a la sociedad de
acogida buscando influir sobre los sistemas políticos mediante la
representación formal, aunque ya no como comunidades de origen inmigrante.
Además de la opción asimilacionista debe considerarse la búsqueda de
representaciones y participaciones grupales en el marco de modelos políticos
multiculturalistas (EUA, Canadá, Gran Bretaña y Holanda)[3], la
participación en niveles “pre-políticos” (Alemania, Suiza), el enguetamiento
(Francia) y la negativa a la participación y, finalmente, la distribución
táctica de la participación política a través de redes diaspóricas entre
distintos países y según las circunstancias (sintis y romas, coreanos,
ecuatorianos, etc.) (Brubaker, 1989; Giugny/Passy, 1999).
En todos los
casos se plantean las mismas preguntas sobre las condiciones de acceso a lo
político: ¿En qué condiciones un grupo de origen inmigrante decide presentar
sus demandas ante el Estado y bajo cuáles decide o acepta que las mismas
adquieran un carácter político? ¿Quién determina, con qué criterios y bajo qué
condiciones, si las demandas de un grupo por derechos insatisfechos
pueden/deben ser consideradas y tratadas como políticas? ¿Cómo se modifican las
características de las prácticas y las instituciones políticas al responder
positiva o negativamente a tales demandas?
Podría
argumentarse que la preocupación esbozada es exagerada y que con el tiempo las
comunidades de origen inmigrante se irán integrando y asimilando, hasta perder
su identidad y fusionarse con las sociedades de acogida. Esta perspectiva
despreocupada se ve contradicha por las múltiples experiencias internacionales
de comunidades que se reetnizan, construyendo identidades separadas de la
cultura de acogida y fuertemente renitentes a todo tipo de incorporación, o se
detienen en su proceso de deculturación/aculturación, generando híbridos que no
ofrecen resistencias activas, pero tampoco se dejan incorporar. En todos los
casos se producen “disonancias culturales” que afectan la validez de los
sistemas hegemónicos de valores, normas y símbolos, poniendo en consecuencia en
cuestión tanto los mecanismos de representación como el acatamiento de los
actos de gobierno y de las disposiciones de la Justicia.
La visión
estática predominante, que supone que sólo las comunidades de origen inmigrante
deben modificarse y/o disolverse en tanto comunidades, para hacer posible su
completo goce de derechos, no sólo impide la búsqueda de acuerdos y compromisos
entre el Estado y dichos grupos, sino que también produce grandes daños en la
legitimidad y eficacia del Estado. Un Estado constitucional que extrae
impuestos de poblaciones que no tienen acceso a los derechos -especialmente a
los políticos- pierde credibilidad. Y cuando pierde credibilidad, pierde poder
normativo: Ante el descrédito de la autoridad importantes grupos poblacionales
tienden a autorregularse, con las consecuencias de ilegalidad y criminalidad
imaginables. Al mismo tiempo las instituciones y los agentes estatales se ven
impulsados -fáctica o formalmente- a actuar casuísticamente en sus relaciones
con estas minorías para cubrir el vacío de consenso normativo que se ha
producido. Este casuismo lleva rápidamente a la arbitrariedad y la corrupción.
Estas cuestiones
no se plantean en un ámbito neutro. Todas las corrientes teóricas están de
acuerdo en que atender las demandas por derechos insatisfechos de las
comunidades de origen inmigrante implica tratar de algún modo las diferencias
culturales que influyen en las percepciones, las prácticas y la organización de
lo político. Análogamente, a esta altura del proceso de investigación
mencionado, pueden extenderse estas consideraciones a otras minorías (o grupos
minorizados) indígenas y afrodescendientes. En este trabajo se reflexiona por
consiguiente en general sobre las condiciones y formas de la acción y los discursos
políticos en sociedades pluriculturales.
Estos conflictos
son parte de construcciones de ciudadanía dirigidas a ampliar y modificar el
espacio y las formas de ejercicio de los derechos humanos dentro de la escena
política y, por consiguiente, afectan la constitución y las formas de los
sistemas políticos.
Por esta vía el
estudio de estos procesos de negociación intercultural sobre la determinación
de los límites de lo político y quién está habilitado para traspasarlos sirve
para comprender el funcionamiento de los sistemas políticos, al poner de
manifiesto la dinámica contradictoria entre apertura/flexibilidad y estabilidad
que anima a los mismos. Éste es el nivel conceptual en el que esta indagación
adquiere contexto histórico y referentes empíricos.
Para el
tratamiento del tema propuesto, en el trascurso del trabajo primero se presenta
la aproximación intercultural a los derechos humanos que el autor ha
desarrollado en otros trabajos como instrumento epistemológico para el análisis
de los procesos de acceso a los derechos y construcción de ciudadanía. Luego se
exponen algunos conceptos centrales (poder, sistema político) y se presenta una
tipología sobre las relaciones entre los procesos reformistas vigentes en
América del Sur y las diferentes formas de incorporación de las minorías
étnicas y culturales a los sistemas políticos. Finalmente se formulan algunas
conclusiones generales pensadas principalmente como punto de partida para
futuras investigaciones sobre la relación entre sistemas políticos e
interculturalidad.
2. El valor hermenéutico de la aproximación intercultural a los derechos humanos
En numerosas
publicaciones de los últimos años el autor ha desarrollado su visión sobre la
aproximación intercultural a los derechos humanos y el valor hermenéutico que
la misma puede tener para el estudio del desarrollo político (Vior, 2007a;
2007b; 2008; 2012). Desde una perspectiva a la vez histórica y lógica se afirma
que toda comunidad humana desde el origen mismo de la humanidad ha tenido
nociones compartidas de dignidad del ser humano y de su derecho a resistir a la
opresión y que, en la medida en que las comunidades han incluido estas nociones
en sus relaciones con el poder público, puede hablarse de una universalidad de
los derechos humanos desde los tiempos más tempranos y en todas las regiones
del mundo. Por supuesto que este desarrollo emancipador ha convivido desde
siempre con tendencias opresivas originadas en miedos ancestrales y en el
expansionismo de pueblos conquistadores. Opresión y emancipación son, entonces,
dos tendencias omnipresentes en la historia de las culturas humanas que se
entrecruzan e intercambian constantemente.
El proceso de
los derechos humanos es en consecuencia universal, pero sólo puede estudiarse
bajo formas culturales particulares. Para restablecer la universalidad de su
desarrollo, es necesario identificar repeticiones en las respuestas que los Estados
dan a los reclamos individuales y grupales por derechos humanos insatisfechos.
En el caso de estudio que aquí interesa se trata de establecer repeticiones en
los modos de tratamiento estatal de las demandas por la vigencia de los
derechos políticos de minorías étnicas y culturales. Estas series de relaciones
pueden tipificarse, permitiendo generalizaciones de alto valor heurístico.
Al comparar
culturas, debe tenerse en cuenta que éstas no son homónimas, que sus
interrelaciones en el sistema mundial están determinadas por relaciones de
dominación y coloniaje que tienden a desestructurar las dominadas y dar a las
dominantes un hálito de universalidad engañosa. Para no reproducir los
ideologemas de los discursos dominantes, el investigador tiene dos alternativas
metodológicas complementarias: reconstruir las condiciones históricas tanto de
surgimiento como de reconstitución de dichas “universalidades” dominantes y/o
replicar este análisis en el estudio de las condiciones de reconocimiento de
las demandas por derechos de grupos subalternos. Al hacerlo, es preciso tener
en cuenta que las culturas sometidas, aun perdiendo su coherencia por los
procesos de aculturación y reculturación a los que están permanentemente
sometidas, siempre inciden en las dominantes modificando el orden de sus
supuestos y cambiando el sentido de sus afirmaciones. En consecuencia, hay que
considerar siempre la posibilidad de inferir el lugar de los derechos humanos
en las culturas subalternas analizando sus efectos sobre las culturas
dominantes, aun cuando las primeras hayan perdido visibilidad y el monopolio de
la segunda sobre el espacio moral y simbólico de la comunidad política parezca
absoluto. Finalmente, es también necesario considerar que toda cultura está
signada por relaciones intraculturales de desigualdad en la apropiación y
alocación de bienes simbólicos y materiales. En tanto horizonte de significación,
por más que una cultura esté dominada por otra, siempre estará influenciada por
luchas entre sus integrantes para determinar el sentido de las afirmaciones y
valoraciones.
Puede
sintetizarse el problema diciendo que las culturas sólo existen y se
desarrollan como horizontes de significación en un entramado de relaciones
inter- e intraculturales en las que se dirime cuál es el discurso competente
con habilidad y reconocimiento para fijar los valores, normas y símbolos
orientadores de la comunidad (Bhabha, 1994; Bourdieu, 1993 y 1997; Brah, 1996;
Gracía Canclini, 1992; Gupta/Ferguson, 1992).
En consecuencia,
en este trabajo se encara el tratamiento del tema desde una aproximación
intercultural a los derechos humanos que subraya la universalidad de los mismos
en tanto pluriversidad de horizontes de dignificación dispuestos a traducirse
mutua y constantemente, infiriendo de esta pluriversalidad la posibilidad de
establecer un criterio regulador para el estudio del desarrollo político
(Bonilla, 2006a; 2006b; 2007; Fornet-Betancourt, 2000; 2003; 2004;
Fornet-Betancourt/Sandkühler, 2001; Pannikar, 2003; Salas Astrain, 2003).
En tanto
instrumento para la traducción multidireccional de las relaciones de homología
en las que se dirimen los derechos humanos en cada cultura, la aproximación
intercultural a los derechos humanos sirve como principio regulador,
permitiendo sacar conclusiones generales sobre el sentido de los desarrollos
históricos de cada una y de sus interrelaciones. Así, además de marco normativo,
se convierte en un instrumento hermenéutico de primer orden para evaluar el
sentido del desarrollo histórico.
3. Poder, discurso, política y sistema político
A partir de los
trabajos señeros de M. Foucault (1970; 1973) se sabe que el poder es un fenómeno
omnipresente en las sociedades humanas, que no puede explicarse mediante un
esquema cuantitativo (entre los que tienen “más” poder y los que tienen
“menos”) ni mediante una topología “arriba/abajo”. Como regulador disciplinario
de la corporeidad el poder es un sistema de relaciones en tensión permanente
entre el disciplinamiento necesario para asegurar la vida y los excesos del
mismo que actúan en sentido neurótico. Precisamente son estas tendencias
neuróticas las que llevan a ejercer poder sobre y contra otros.
Gracias a estos
avances se sabe cómo funciona el poder, sin saber todavía qué es. La etología
del mismo, que pone de manifiesto su omnipresencia, su carácter fluido, sus
tendencias intercambiables a la concentración y a la difusión, su capacidad de
influir sobre otros y la facilidad con la que pasa de la creación a la
destrucción inducen a caracterizarlo como una forma de energía.
En trabajos
anteriores el autor ha definido el poder como “el sistema de energías apto para
la producción, circulación y reproducción de la vida” (Vior, 2002; 2012:20-22).
Esta metáfora económica, tomada del ciclo del capital descrito por K. Marx,
sugiere que el proceso de generación, circulación y reproducción del poder está
signado por relaciones sociales heterónomas, las recorre y las reconstruye.
Pero el poder no existe como un sistema de energías independientemente de los
seres humanos, sino que sólo puede constituirse por acción u omisión de la
voluntad de los mismos. El poder es el efecto de la acción de la voluntad que
genera este tipo de energía. El sistema energético del poder es un sistema de
voluntades heterónomas encontradas. Cuando el poder tiene efectos públicos, se
habla de poder político. Aquí se define lo político como conjunto de
concepciones y prácticas de poder con efectos públicos.
Estas energías
pueden influir sobre otros seres humanos a través de los discursos. Los
discursos son constitutivos de sistemas simbólicos y de imaginarios
identitarios. No hay un antes y un después entre el poder y el discurso: el
discurso se organiza en torno a relaciones de poder y éstas sólo pueden actuar
por medios discursivos. Por eso es que las relaciones de poder son
constituyentes de la identidad individual y grupal que determinan las formas en
las que se dan las relaciones de poder.
Como estas
configuraciones identitarias conforman culturas y éstas son sistemas simbólicos
productores de sentido, las relaciones de poder sólo pueden manifestarse a
través de formas culturales específicas. Por consiguiente, las relaciones
interculturales deben analizarse como relaciones de poder producidas y puestas
en circulación a través de discursos encontrados. Considerando la heteronomía
entre las culturas, debe tenerse en cuenta que muchos de estos discursos
aparecen como fragmentos discursivos cuyo horizonte de sentido debe ser
reconstruido analíticamente.
Si el poder se
convierte en poder político cuando tiene efectos públicos, todo ejercicio de
poder puede considerarse como político, en tanto alcance efectos públicos. Es
decir que pueden considerarse como políticas múltiples formas de ejercicio del
poder que exceden a las prácticas ejecutadas dentro y desde el sistema político
institucionalizado. Sin embargo, por la centralidad que los Estados nacionales
siguen teniendo para la satisfacción de demandas por derechos insatisfechos,
así como para la articulación y la integración de intereses, aquellas formas de
poder político que no están integradas en los sistemas formales viven en una
relación ambigua con los mismos: o son absorbidas o se descomponen o conforman
polos de articulación políticos informales o contrahegemónicos. A la vez, que
los Estados tengan una forma nacional quiere decir que, para alcanzar status
político, los discursos que aspiran a tener reconocimiento dentro de los
sistemas políticos deben referirse creíblemente a la imagen nacional
(Vior,1991: caps. 1-4; 2005b; 2011) Por esta razón en esta contribución se
estudian las relaciones entre interculturalidad y política concentrando la
atención en las formas en que las pujas en torno a la incorporación de minorías
étnicas y culturales a los sistemas políticos modifican la estructura, el modo
de funcionamiento y la eficacia de los mismos.
Todas las formas
de incorporación al sistema político enunciadas más arriba tienen en común la
necesidad de que existan mediadores interculturales capaces de traducir las
necesidades de estos grupos en demandas, hacerlas públicas, formar coaliciones
con grupos con demandas equivalentes y negociarlas con el Estado. Los
mediadores interculturales (Vior/Dreidemie, 2011) son personas o grupos,
generalmente pertenecientes a las comunidades de origen inmigrante y a otras
comunidades minorizadas que por capacidades especiales tienen la habilidad para
traducir las necesidades de estas comunidades subalternas a los lenguajes que
el discurso dominante puede entender y, en consecuencia, para negociar con
representantes y funcionarios públicos la satisfacción de las demandas de sus
grupos de origen. Cuando estos mediadores logran extender sus reivindicaciones,
asimilándolas con las de otros grupos equivalentes, y formar coaliciones con
éstos, como necesariamente las mismas tienen resonancia pública, sus
comunidades de origen han trascendido -bajo la forma que sea- el ámbito social
para convertirse en actores políticos. En la medida en que “mediadores
interculturales” surgidos de las comunidades mencionadas logran traducir sus
demandas sectoriales a los códigos simbólicos del Estado y del sistema político
y presentarlas como representativas de las necesidades y expectativas de
amplios sectores de la población, aquéllas se convierten en políticas y
adquieren reconocimiento como “discursos competentes”.
El pasaje a la
política es, por consiguiente, contingente. Depende de las estructuras
políticas, económicas y sociales, de las culturas intervinientes, de la
coyuntura y de las configuraciones psicosociales de los grupos en contacto, así
como de la eventualidad de que surjan mediadores interculturales en las
comunidades de origen inmigrante que sean capaces de articular demandas por
derechos insatisfechos, traducirlas y generalizarlas como políticas.
4. Sistemas políticos e interculturalidad en América del Sur
Los sistemas
políticos en América del Sur han sido tradicionalmente restringidos. Tanto las
relaciones entre los sistemas políticos y los regímenes de acumulación
capitalistas periféricos como los modos coloniales de articulación cultural
predominantes han inducido la configuración de sistemas políticos formales que
presentan grandes disociaciones por un lado respecto de las masas de población
excluidas como por el otro respecto de los centros de decisión. Desde la
estructuración de los Estados oligárquicos en el siglo XIX los centros de
decisión han estado ubicados en la mayoría de los países y en casi todo el
tiempo fuera de los sistemas políticos formales. Este fenómeno produjo una
superposición de prácticas interrelacionadas entre los procesos decisorios (e
instituciones de hecho) y los procesos formales de la representación y el
ejercicio del poder político.
A mediados del
siglo XX fenómenos de diferentes duraciones (el velazquismo ecuatoriano, el
trabalhismo brasileño, el MNR boliviano y el peronismo argentino entre otros)
quebraron este esquema incorporando a los sectores subalternos a los sistemas
políticos, pero a más tardar en la década de 1970 estos procesos fueron
repelidos y anulados por las dictaduras autoritarias de nuevo tipo y el
establecimiento de la hegemonía neoliberal.
Los regímenes
democráticos posteriores, subordinados a las políticas neoliberales y a la
renovada dominación norteamericana, no pudieron devolver a los sistemas
políticos su efectividad, porque las decisiones se tomaban fuera de los mismos,
en los organismos y centros financieros internacionales y nacionales. Por esta
razón entre otras en las décadas de 1980 y 1990 se desarrollaron nuevos
movimientos sociales que se hicieron cargo de numerosas tareas sociales y
económicas, sustituyendo a los Estados y a los sistemas políticos, mientras
aseguraban la gobernabilidad local y sectorial. Cuando a partir de comienzos de
siglo nuevos regímenes surgidos de la crisis de los sistemas políticos (en
algunos casos, como Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, de su estallido)
relanzaron políticas de desarrollo económico con inclusión social y acumularon
poder en base a coaliciones amplias de sectores subalternos variados,
desprendimientos de los sistemas políticos tradicionales y grupos económicos
hasta entonces subordinados a las grandes corporaciones y al capital
financiero, los sistemas políticos recobraron su efectividad. Esto se dio en
gran parte, porque al carecer de bases de poder propio, las nuevas elites
dirigentes deben apoyarse en las mencionadas coaliciones heterogéneas y
fluctuantes, o sea que están compelidos a hacer política permanentemente,
buscando compromisos entre las fuerzas propias y aliadas y movilizando masas
contra los todavía poderosos grupos dominantes de antaño y sus respaldos
internacionales. Las decisiones ya no se toman preponderantemente en círculos
empresarios, sino en comandos políticos necesitados de legitimación y, por
consiguiente, obligados a justificarse permanentemente. Esta búsqueda de
legitimación transparenta la política, mostrando los procesos de formación de
opinión, el establecimiento de las agendas y los problemas inherentes a la
ejecución de las políticas públicas en condiciones de lucha permanente.
Estos procesos
de revigorización de los sistemas políticos pueden clasificarse en dos tipos
diferentes, según sea que se ha producido la refundación de los sistemas
mediante procesos constitucionales (Bolivia, Ecuador y Venezuela) o se esté
produciendo la lenta y progresiva adaptación de los antiguos sistemas a los
nuevos regímenes de acumulación en construcción (Argentina, Brasil, Paraguay,
Perú y Uruguay). Esta tipología incluye los modos de incorporación de los
movimientos sociales y, en especial, las formas en que los sistemas políticos
se modifican y permean asumiendo la politicidad de las relaciones entre las
culturas involucradas.
Mientras que en
los países que refundaron sus sistemas políticos los movimientos indígenas y
afrodescendientes fueron en principio incorporados a los sistemas políticos[4], en
aquéllos que están realizando transiciones lentas desde los viejos sistemas
políticos a otros de forma todavía imprecisa, los discursos nacionales de
inclusión tienden a subsumir las diferencias culturales bajo apelaciones al
reconocimiento de “la diversidad”. Esta subsunción dificulta el reconocimiento
político de las formas culturales específicas de estas comunidades para ejercer
sus derechos y negociar intereses. En consecuencia, las políticas de inclusión
(y por momentos también de movilización) que los nuevos regímenes aplican para
ampliar su representatividad y legitimidad se desenvuelven en medio de
reiterados conflictos con los liderazgos comunitarios por el control de los
mecanismos e instrumentos de la intermediación entre el Estado y los
movimientos sociales.
En ambos tipos
de sistemas las relaciones entre las nuevas elites dirigentes de los procesos
reformistas y los liderazgos comunitarios de las comunidades culturales
subalternas son conflictivas. La articulación entre ambas dentro de los nuevos
sistemas políticos funciona dificultosamente (como en Bolivia) o no funciona (como
en Ecuador). De ese modo se producen fisuras en la coalición reformista que
pueden conducir a crisis de gobernabilidad. En los sistemas en transformación
progresiva, en tanto los discursos oficiales enmascaran el reconocimiento de
las diferencias culturales, la mediación entre los sistemas políticos y las
reivindicaciones de las minorías étnicas y culturales no se da o funciona sólo
esporádicamente.
Como síntesis de
esta comparación puede afirmarse que existe una contradicción entre la
necesidad de las elites reformistas por ampliar su base de sustento, para
vencer en la lucha contra las viejas elites oligárquicas y el capital
financiero y sus dificultades para aceptar el establecimiento de centros
alternativos de poder popular en condiciones de integrarse a los sistemas
políticos, pero conservando su autonomía relativa. Su principal diferencia
consiste en que, mientras que en los países que han refundado sus sistemas
políticos se ha intentado incorporar a los grupos minorizados indígenas y
afrodescendientes a los sistemas políticos, en los países que se encuentran en
transición entre los viejos y los nuevos sistemas políticos se procura
mantenerlos al margen, aunque vinculados por distintas prácticas y mecanismos
de negociación[5]. En
ambos tipos de procesos la ampliación de los sistemas políticos parece haber
tocado los límites que les imponen las estructuras culturales coloniales y
racistas de dominación. Es legítimo preguntarse entonces, si existe alguna
posibilidad de resolver el dilema así planteado: las elites reformistas
precisan ampliar los sistemas políticos, para consolidar su poder frente a las
viejas elites y las presiones internacionales, pero por distintas razones no
pueden prescindir del apoyo de facciones y aparatos conservadores que les son aliados.
Para explorar
las posibilidades de resolver este dilema se revisa a continuación el lugar del
concepto de sistema en la teoría política. Luego se discute la implementación
histórica y política del concepto de interculturalidad y finalmente, en las
conclusiones del presente trabajo, se vinculan ambos conceptos, para explorar
la posibilidad de repensar la noción de sistema político de un modo más
flexible que permita procesar la heterogeneidad cultural de nuestras
sociedades.
4.1. El concepto de sistema en la teoría política
El término
“sistema político” fue traído al campo de la Ciencia Política desde el terreno
de la informática, la teoría cibernética de las comunicaciones y la llamada
teoría de los sistemas generales propuesta por L.v. Bertalanffy (1976), pasando
por la sociología de T. Parsons (1982), con el propósito expreso de construir
categorías de análisis y enfoques conceptuales novedosos que permitieran romper
con el enfoque jurídico e institucional dominante en los estudios políticos hasta
la mitad del siglo XX.
En la Ciencia
Política norteamericana de los últimos cincuenta años principalmente dos
orientaciones (la estructural-funcionalista y la cibernética) han utilizado
esta categoría para el análisis de regímenes y prácticas políticas. La primera
ha puesto el acento en la estructura de los sistemas políticos, identificando
las funciones de sus partes (Almond/Powell, 1966). Sus autores han procedido
sobre todo de modo comparativo. En otra obra Gabriel Almond definió el sistema
político del modo siguiente:
“Un sistema político es un sistema de interacciones, existente en todas las sociedades independientes, que realiza las funciones de integración y adaptación, tanto al interior de la sociedad como en relación con las otras, mediante el uso o la amenaza del uso de la violencia física más o menos legítima”. (Almond/Coleman, 1960:7)
El sistema
político desempeña las siguientes funciones que el autor identifica sobre la
base del estudio de las actividades propiamente políticas de los sistemas
occidentales. Por el lado de los insumos:
- socialización y reclutamiento político (es decir, la formación de determinadas actitudes, valores y creencias para la posterior incorporación de los sujetos al sistema);
- articulación de intereses (mediante la cual los grupos sociales llevan al sistema sus acciones);
- agregación de intereses (mediante la combinación de intereses en formulaciones generales y por medio del reclutamiento de personal comprometido con una cierta orientación política) y
- comunicación política (por medio de la cual se realizan todas las demás funciones).
Por el lado de
los productos el sistema realiza tres funciones que se explican por sí mismas:
- elaboración de normas;
- aplicación de normas y
- juicio conforme a las normas.
Habría que decir
que estas tres funciones evocan -lo quiera Almond o no- la clásica división del
poder público en tres ramas. Esta definición carece de referente empírico.
Obviamente, hace evocar la definición weberiana de Estado, pero añadiendo la
idea de funciones políticas e identificando como tales la de “integración” y
“adaptación”. Su mayor aporte fue precisamente ir más allá de la carga
normativa de las instituciones, abriendo el camino para comparaciones entre
sistemas muy diferentes, en países con grados de desarrollo muy diversos y en
diferentes épocas. Sin embargo los estructural-funcionalistas han tenido
grandes dificultades, para vincular estos esquemas teóricos con regímenes
políticos efectivamente funcionantes, así como para tratar procesos políticos
no formalizados y para estudiar las interrelaciones dentro de los sistemas y
hacia afuera de los mismos.
Uno de los más
citados aportes sobre el sistema político es el David Easton (1969), quien presenta
un esquema para el análisis que consiste más en un compendio de conceptos y de
definiciones de términos nunca antes usados por los politólogos que en la
construcción de una teoría empírica y/o histórica sobre los fenómenos
políticos. Han pasado ya casi cincuenta años desde que David Easton escribió The Political System y casi cuarenta
desde que publicó las dos obras en las que detalló su esquema de análisis (A framework for Political Analysis y A System Analysis of Political Life) y,
desde entonces hasta ahora, es poco lo que se ha avanzado en la construcción de
una verdadera teoría sistémica del comportamiento político.
La debilidad
mayor de la teoría de Easton de los sistemas políticos fue puesta de manifiesto
tempranamente por Eugene Meehan (1985). De acuerdo con Meehan la debilidad
fundamental de Easton es que su teoría no pretende explicar fenómenos
empíricos, sino simplemente crear un esquema de conceptos abstractos. Así,
pretendiendo definir la política como un sistema de comportamientos, Easton
terminaría por no definirla. Al reconocer la existencia de sistemas
parapolíticos, acepta que la política ocurre en todas partes, en organizaciones
menos incluyentes que el sistema político “societal”, pero sin embargo sigue
viéndolos como subsistemas dependientes del sistema más abarcador.
Vista así la
teoría de Easton, no bastaría con definir la política como el sistema de
conductas dirigidas a asignar valores con el respaldo de la autoridad. Habría
que precisar el ámbito de validez de tales asignaciones obligatorias (es decir,
un territorio) y determinar los miembros del sistema (es decir, la población)
que están sujetos a tales obligaciones. En suma, según Meehan, a menos que se
entienda por sistema político lo mismo que Estado nacional, queda sin definir
la política y, de aceptarse tal sinonimia, entonces el esfuerzo de Easton ha
sido puramente nominal, no teórico.
Al asumir el
enfoque de sistemas para describir la política, Easton privilegia la
estabilidad como un requisito esencial del sistema político. Para algunos de
sus críticos esto introduce un sesgo excesivamente conservador en su esquema.
Cierto es que Easton se ocupa más de la estabilidad del sistema que de sus
transformaciones, sin embargo, el esquema eastoneano permite comprender que, en
principio, en los sistemas políticos existen mecanismos que permiten manejar
las tensiones emanadas del ambiente, logrando adaptaciones que pueden llevar
incluso a cambios de importancia, sin que necesariamente se produzca una
ruptura revolucionaria o, en sus términos, una perturbación severa de sus variables
fundamentales. En segundo lugar, su enfoque también permite describir procesos
de cambio que conducen a perturbaciones tan importantes del sistema político
que no conducen a su transformación en un sentido positivo o revolucionario,
sino a su deterioro, a la merma severa de sus capacidades e incluso a su
desaparición, con lo cual se refuerza la idea de que los cambios políticos
radicales no necesariamente son progresistas.
Puede
coincidirse con sus críticos en señalar al esquema de Easton su falta de
correspondencia con relevamientos empíricos y/o históricos. Sin embargo, esta
crítica puede aplicarse al conjunto de la Ciencia Política
estructural-funcionalista, sin obviar los innegables aportes que ésta ha
realizado para la construcción de abstracciones que permitan entender las
interrelaciones lógicas dentro de las comunidades políticas. Si se abandonan
los esfuerzos por construir teorías generales en nombre de la falta de
referencias empíricas y/o históricas de las construcciones disponibles, de la
inutilidad investigativa de tales esfuerzos o de la muy atendible crítica a los
supuestos etnocéntricos de tales construcciones, entonces pueden obviarse las
discusiones sobre estos conceptos abstractos y concentrar la investigación en
el levantamiento de datos micropolíticos. Si, por el contrario, se retoma el
intento de construir una teoría general de los procesos políticos decolonial e
intercultural, debe volverse a revisar los aportes realizados en la “época de
oro” de la Ciencia Política norteamericana, para -parafraseando a K. Marx-
“ponerla con los pies sobre la tierra” y aprovechar su riqueza desde nuevas
perspectivas epistemológicas.
La corriente
cibernética, impulsada originariamente por K.W. Deutsch (1970), por su parte,
fue muy eficaz para reconstruir las interrelaciones dentro del sistema
político, entre éste y los subsistemas y entre los sistemas. Simplificadamente,
el modelo de Deutsch consiste en un diagrama que representa el flujo de
informaciones que alimentan los sistemas, partiendo de unos receptores que
captan, seleccionan y procesan la información interna y externa. Las decisiones
del sistema se toman en base a estas informaciones, relacionadas con la memoria
y los valores del sistema, y se traducen en unos determinados resultados o consecuencias
que realimentan el flujo de información. No obstante, en tanto esta perspectiva
se ha aferrado al análisis comunicacional de los contenidos transportados a
través de las redes, ha perdido de vista el carácter determinante y arbitrario
de los símbolos y la necesidad de reconstruir contingentemente su producción de
sentido.
Este enfoque de
los sistemas políticos, que tampoco ha tenido un gran desarrollo más allá de
las formulaciones iniciales de Deutsch, ha sido duramente criticado por ser
especialmente mecanicista, estático y conservador. Así Oran R. Young (1968) ha
criticado la influencia que en él tiene la ingeniería de las comunicaciones, lo
que hace que sus analogías no sean especialmente aplicables a los procesos
políticos realizados por humanos que son bastante más complejos que las
máquinas. Su enfoque de las decisiones políticas exige una racionalidad y una
certeza inexistentes en la política. Además, el modelo se concentraría más en
los procesos de flujo de información que en los resultados de las decisiones
políticas. De los conceptos fundamentales de este enfoque destaca su autor los
de capacidad de carga, demora, delantera y ganancia. La carga es el total de información que es tomada en un momento dado.
La capacidad de carga es definida
como una función del número y clase de los canales de disponibles. La delantera es la capacidad del sistema
para reaccionar anticipadamente con base a previsiones de consecuencias futuras
y la demora es una medida de la
tardanza en informar y actuar en base a la información referida a las
consecuencias de las decisiones tomadas. La ganancia
es la extensión de la respuesta del sistema a la información que recibe. Tales
conceptos permiten la medición de los flujos y la construcción de indicadores
de actuación del sistema, pero dejan de lado muchos aspectos sustantivos y
cualitativos del proceso de gobierno.
Ambas corrientes
han subvalorado el tratamiento de las condiciones de la transición a y desde
“lo político”. ¿A partir de qué punto puede afirmarse con certeza que
determinados mensajes, alocuciones y prácticas tienen carácter político? ¿Bajo
qué condiciones pierden ese carácter? Ya los “nuevos movimientos sociales” de
las décadas de 1970 y 1980 plantearon a las Ciencias Sociales (muy
especialmente a la Ciencia Política) enigmas que quedaron sin resolver. R.
Inglehart (1977) intentó contornear el problema, al explicarlo por un cambio de
valores en la sociedad opulenta que conllevaría a la manifestación de insatisfacciones
motivadas por miedos y necesidades de perfilamiento de nuevas elites de clase
media, pero que no resultarían de carencias materiales. Pero él tampoco explicó
bajo qué condiciones esos reclamos se convierten en políticos o dejan de serlo.
Existen diversas
tipologías de sistemas políticos y muchas de ellas comparten una misma
carencia: están construidas con fines esquemáticos o comparativos, pero en la
medida en que, como se vio antes, no hay una teoría de los sistemas políticos
validada y general, están demasiado atadas a las circunstancias históricas en
las que fueron elaboradas y a la naturaleza específica de los casos incluidos
en ellas. Dicho de otro modo, son básicamente esquemas de ordenación de datos
elaborados la mayor parte de las veces a partir de generalizaciones empíricas.
Aquí es
necesario mencionar[6] la
tipología de sistemas políticos elaborada por Samuel Huntington (1997)[7]. La
misma obedece al cruce de dos variables que el autor identifica como claves
para explicar el desarrollo político: el nivel de institucionalización y el de
participación política. Según su nivel de institucionalización, los sistemas
políticos pueden estar gobernados principalmente por leyes o por personas. La
participación, a su vez, puede ser baja, estando restringida a un pequeño grupo
de personas pertenecientes a la elite burocrática o la aristocracia
tradicional; puede ser media, cuando los grupos de las clases medias acceden a
la política o puede ser alta, cuando a estos dos tipos de grupos sociales se
suman los sectores populares.
La relación
entre ambas variables no pretende sólo crear esquemas de clasificación, sino
que obedece a una hipótesis que pretende explicar la estabilidad. Según la
misma a medida que aumenta la participación política, debe crecer la
institucionalización, ya que de lo contrario no se mantendrá la estabilidad del
sistema. De la relación hipotética entre institucionalización y participación
Huntington deduce las diferencias entre dos tipos básicos de sistemas
políticos: los cívicos y los pretorianos. Los sistemas cívicos son los que gozan de un alto nivel de
institucionalización respecto de su nivel de participación, mientras que los pretorianos tendrían bajos niveles de
desarrollo institucional y elevados niveles de participación. Para restablecer
el equilibrio sistémico, las fuerzas sociales se verían obligadas a actuar
directamente en política, sustituyendo las faltantes burocracias
modernizadoras. Los niveles de desarrollo institucional y de participación son
variables de una sociedad a otra, por lo que los sistemas cívicos y pretorianos
pueden darse en diversos niveles de participación política, pero en definitiva
el pretorianismo es el resultado de un nivel de participación mayor que aquel
que las instituciones pueden enfrentar.
Con esta obra,
publicada originariamente en 1968, S. Huntington estaba evidentemente
justificando ex post facto la
dictadura brasileña instalada en 1964 y presentando una justificación a priori para todos los regímenes
autoritarios supuestamente modernizadores que se instalarían en los años
venideros en América Latina. Desde el punto de vista teórico deben señalarse
como gravísimas falencias la postulación normativa del equilibrio sistémico
como meta a alcanzar por sí misma, la falta de consideración crítica de la
estrechez de los sistemas políticos en América Latina y, consecuentemente, su
negativa a analizar bajo qué condiciones podría producirse la participación
ampliada de los sectores populares. Es que la perspectiva democrática en el
tratamiento de la cuestión era completamente ajena a sus preocupaciones.
Estas falencias
de la teoría sistémica tuvieron efectos especialmente negativos en la
investigación de los sistemas políticos en América Latina. Incluso analistas
tan brillantes como G. O’Donnell y Ph. Schmitter (2010)[8] logran
en la última reedición de la obra en que sintetizaron sus investigaciones sobre
las transiciones desde regímenes autoritarios (una verdadera enciclopedia sobre
la des- y la recomposición de regímenes políticos) superar sus antiguos excesos
sistémicos y colocar las transiciones desde los regímenes autoritarios en
América Latina en relación con los cambios producidos en las sociedades civiles
y en las escenas públicas del continente, pero no consiguen explicar cuáles son
las condiciones para obtener y mantener la pertenencia a dichos regímenes.
Precisamente el
desafío que el estudio de las demandas de las comunidades de origen inmigrante
por participación política, así como también las de otras comunidades con
referentes identitarios diferentes plantea al concepto de sistema político
consiste en definir condiciones típicas de reconocimiento como actor político.
Para ello es necesario clasificar las formas de organización y el tipo de
prácticas de los movimientos sociales con identificaciones culturales que pueden
incidir sobre las prácticas y las instituciones políticas y aspirar a ser
reconocidos como políticos. Como primer paso para alcanzar este objetivo a
continuación se operacionaliza políticamente el concepto de interculturalidad.
4.2. Relaciones políticas interculturales
Desde una
aproximación intercultural a los derechos humanos similar a la presentada más
arriba y desde los estudios de campo sobre la política social L. Guendel (2011)
demuestra de qué modo determinadas políticas públicas seleccionadas[9] reproducen
la desigualdad social al pretender ignorar la heterogeneidad cultural.
Clasifica tres tipos de interculturalidad que a los efectos del presente
trabajo podrían denominarse “operativos”:
“Hay tres tipos de interculturalidad: étnica, por género y edad y la asociada a fenómenos del desarrollo urbano y de la complejidad social. El primer tipo es más estructural, pues se refiere a la relación entre estructuras de pensamiento distintas a raíz de orígenes, lenguas, cosmovisiones y conceptos racionalizadores de lo social que han sido invisibilizados, negados o se les ha otorgado un valor negativo. Aun cuando después de más de cuatrocientos años este cúmulo cultural sea resultado de la mezcla entre culturas, tal y como lo afirma García Canclini, constituye un referente simbólico innegable e insoslayable para la identidad de estos pueblos. (Guendel, 2011:14)
Esta clasificación vincula por un
lado las diferencias culturales con las reiteradas construcciones de
desigualdad social, por el otro toma la relación entre la aparente homogeneidad
de las políticas sociales y la producción de desigualdad, para -utilizando
precisamente esas mismas diferencias culturales- revertir la desigualdad
social. Claro que esta inversión de los enfoques supone previamente una modificación
de las metas y objetivos: mientras que las políticas sociales todavía
predominantes se orientan a alcanzar el “bienestar social”, las nuevas
políticas sociales interculturales se dirigen a alcanzar el “vivir bien”
(Guendel, 2011:15).
En general la relación intercultural
se da entre una cultura hegemónica, integrada y en desarrollo y fragmentos de
culturas subalternas, deconstruidas por largos siglos de sometimiento, o sea
con una capacidad limitada para la producción de discursos sobre la organización
de la sociedad y, por consiguiente, sobre el orden político. La capacidad de la
cultura hegemónica, para imponer sus puntos de vista homogeneizadores depende a
la vez de su poder coactivo y de su capacidad de reproducirse material y
simbólicamente, para generar la sensación de que no hay opciones.
El molde colonial concéntrico de
construcción estatal puesto en práctica en casi toda América Latina desde la
construcción de los Estados nacionales en el siglo XIX y su variante brasileña,
el modelo oligárquico policéntrico, niegan entidad a los fragmentos de culturas
subalternas y se orientan a su desaparición. Por su parte, los actuales
gobiernos reformistas tienden a incorporar a los pueblos indígenas,
afrodescendientes e inmigrados a sus sistemas políticos, aun aceptando sus
“diversidades” culturales, pero a condición de que las mismas dejen de ser
políticas, o sea que los grupos minorizados renieguen de la posibilidad de
construir centros autónomos de poder dentro de la comunidad política.
Como al mismo tiempo, necesitados de
apoyos populares diversos, no pueden recurrir a la opción coactiva, reproducen
constantemente el dilema de legitimidad expuesto más arriba. Quizás tendría
sentido en este punto recordar un aprendizaje del trabajo de campo realizado
por el autor en sus proyectos de investigación: las relaciones interculturales
entre culturas hegemónicas y fragmentos de culturas subalternas nunca se
establecen directamente, sino a través de los “mediadores interculturales”
(Vior/Dreidemie, 2011; Vior, 2012:72-82). Sin embargo, la traducción que éstos
realizan, para ser efectiva, debe ser una traducción de cosmovisiones. Los
mediadores deben deconstruir las demandas por derechos insatisfechos de sus
propias comunidades, entendiendo el lugar que las mismas ocupan en sus
representaciones del mundo y del orden político, para reconstruirlas en el
orden simbólico de la cultura dominante. Si se tiene en cuenta en primer lugar
que las imágenes nacionales ocupan en el imaginario del Estado burgués el lugar
que la sacralización del orden humano tiene en las culturas americanas y, en
segundo lugar, que por esa misma razón la articulación de las imágenes
nacionales en nuestro continente responde a algún tipo de modelo cristiano,
puede entenderse el proceso de traducción intercultural que los mediadores
realizan como uno de resignificación de las imágenes nacionales. La referencia
a la imagen nacional vigente, para refuncionalizarla, incorporarle nuevas
articulaciones simbólicas y modificarla hasta tornarla favorable a los intereses
de las comunidades subalternas se convierte así en el eje de articulación de la
relación de estos grupos con los sistemas políticos.
En tanto la apelación a la imagen
nacional en la lucha por le hegemonía construye representaciones de ciudadanía[10], estas referencias cruzadas a la
imagen nacional vigente en las relaciones interculturales reorganizan
constantemente las dimensiones simbólicas de los sistemas políticos modificando
sus reglas de incorporación y funcionamiento.
Esta modificación de las metas y
objetivos de la política plantea la necesidad de grandes debates sociales para
alcanzar consensos, pero los mismos no pueden construirse sobre el supuesto
ilusorio de la igualdad de las condiciones de partida y una lógica de la
argumentación compartida. Muy por el contrario, deben considerar la
heterogeneidad cultural como un dato de partida y como parte del proceso. “El reto
es incorporar la diversidad cultural (diferencia) como un principio organizador
de la política social y como una dimensión necesaria para completar esta idea
de universalidad.” (Guendel, 2011:17)
5. Conclusiones
Al plantear la cuestión a tratar en
esta contribución, se partió de la relativa debilidad de los Estados nacionales
sudamericanos, para regular las relaciones sociales y controlar la construcción
de subjetividades sociales y culturales después de que durante treinta años de
neoliberalismo disminuyera su capacidad regulatoria y su influencia cultural.
La construcción de nuevos regímenes políticos más democráticos pasa por algún
tipo de articulación con los movimientos sociales surgidos en el período
anterior.
Las elites reformistas persisten en
desarrollar regímenes políticos monocéntricos y, por lo tanto, monoculturales,
por más que reconozcan la “diversidad” de sus sociedades, pero sin otorgarle
entidad política. Como por otra parte han renunciado a la coacción como forma
de sometimiento e inclusión subordinada de las minorías étnicas y culturales,
se encuentran en un dilema: necesitan ampliar sus bases de apoyo, incorporando
a dichas minorías a los regímenes políticos existentes, pero sin renunciar a
las articulaciones culturales monocéntricas que los organizan desde sus
fundaciones, en particular a las imágenes nacionales. No importa que las mismas
hayan sufrido grandes cambios en sus contenidos y articulaciones; por más que
hayan sido democratizadas y hoy tiendan a representar comunidades políticas
igualitarias y democráticas, siguen estando organizadas por una lógica
discursiva de matriz occidental que no reconoce otros centros de la comunidad
que los estatales-nacionales. En estas condiciones se hace imposible incorporar
a los regímenes políticos a comunidades que están desarrollando fuertes
procesos identitarios.
En el curso de este trabajo se han
revisado algunas de las principales contribuciones sobre el sistema político,
desarrolladas en la Ciencia Política en su gran mayoría en las décadas de 1960
y 1970. En todos los casos se ha señalado que los sucesivos y contradictorios
aportes coinciden en omitir el tratamiento de las condiciones para el acceso al
y la pérdida del status político. Al mismo tiempo se han indicado en las
diferentes aproximaciones la sobrevaloración de los momentos de estabilidad de
los sistemas, las dificultades de los autores para conceptualizar las
posibilidades de adaptación a cambios externos y desarrollos internos y las
connotaciones reaccionarias de algunos marcos normativos antidemocráticos como
el de Huntington.
A la luz del desinterés posterior de
los politólogos por el tratamiento teórico del concepto de sistema político
cabría preguntarse qué sentido tiene tratar de revivirlo después de cuarenta
años. En principio, debe partirse de constatar que este concepto es un
“metaconcepto”, o sea un articulador de conceptos y no de datos históricos y/o
empíricos, pero que sigue siendo utilizado ampliamente tanto en la vida
académica como en la política práctica como si fuera un instrumento operativo
de los discursos políticos cotidianos. Además no parece haber sido remplazado
por ninguna construcción teórica capaz de abarcar el conjunto de los valores,
normas y símbolos, las prácticas, los agentes y las instituciones que compiten
por el poder en comunidades organizadas políticamente.
Parece por consiguiente recomendable,
aunque sea provisoriamente, insistir en el uso de este concepto como un
instrumento heurístico que puede ayudar a entender las complejas
interrelaciones entre sus componentes, siempre y cuando se lo separe de su uso
cotidiano. Para que pueda cumplir esta función, empero, es necesario que el
concepto revisado cumpla algunas condiciones que no se tuvieron en cuenta
antiguamente:
- a) Debe entenderse el sistema político como la totalidad interrelacionada de los agentes e instituciones y sus prácticas en la lucha por el poder político, de modo que en el análisis se incluyan tanto los agentes, instituciones y prácticas formalizados como los que actúan informalmente, pero con efectos políticos. Por consiguiente no existen fenómenos políticos que puedan pensarse fuera del sistema político, pero todos los fenómenos que tienen efectos políticos son materia, aunque sea ocasionalmente, del sistema político.
- b) Al contrario de las visiones cibernética y sistémica en el análisis de los sistemas políticos debe priorizarse la perspectiva de conjunto sobre la interrelación de las partes. Los sistemas políticos representan matrices conceptuales abiertas y en permanente cambio, abstraídas de los desarrollos políticos históricamente estudiables.
- c) Por consiguiente, debe ubicárselos teóricamente al nivel de los regímenes de acumulación, en formaciones históricas de mediana duración y vinculados con fases determinadas de los ciclos de las revoluciones burguesa y popular. Los sistemas políticos se articulan con las prácticas políticas cotidianas a través del concepto de régimen político, necesariamente híbrido, contingente y localizado.
- d) Considerando tanto las condiciones del Estado periférico como el surgimiento de varios centros de poder dentro del territorio de su jurisdicción, la noción de sistema político debe suponer la posibilidad de que el sistema no esté completamente centrado en sí mismo y que dentro de él haya que considerar varios centros de poder de importancia diversa.
- e) Consecuentemente debe hacerse siempre la salvedad de que cualquier explicación de un sistema político remite necesariamente a una tipología de los mismos, en tanto el mismo forma parte de un orden político regional y mundial complejo, pluricéntrico y en transformación.
- f) De manera similar, si se presupone la convivencia de distintas y encontradas cosmovisiones dentro de la misma sociedad, el concepto de sistema político debe incluir la posibilidad de distintas lógicas de argumentación, órdenes simbólicos en conflicto y barreras interculturales a la comunicación intra- y extrasistémica.
- g) En consecuencia es preciso sustituir la noción de estabilidad sistémica por la de equilibrio inestable. Los sistemas políticos contemporáneos está signados por el conflicto permanente.
- h) Desde el punto de vista epistemológico debe descartarse la idea de que los componentes de un sistema político sean simples generalizaciones de relevamientos empíricos y/o históricos. Más bien se los debe ver como mapas de las interrelaciones discursivas y simbólicas entre los actores políticos.
Planteado de este modo el concepto de
sistema político puede recuperar su centralidad para el estudio de los procesos
políticos de duración media en sociedades periféricas pluriculturales, en las
que la interpelación de las nuevas construcciones identitarias hace inviable el
mito de la neutralidad y/u homogeneidad cultural y dar sentido a los estudios
empíricos e históricos sobre los regímenes políticos y sus relaciones con los
regímenes de acumulación.
La crisis del viejo orden político
mundial y de sus articulaciones en los Estados del capitalismo periférico
sudamericano, así como el relanzamiento en éstos de las revoluciones burguesa y
popular interrumpidas en fases anteriores de su historia plantean la necesidad
de nuevas categorías de análisis de los procesos políticos. No se trata sólo de
construir categorías descriptivas de procesos particulares y cambiantes, ni de
continuar aplicando conceptos derivados de teorías formuladas en Europa y/o en
los Estados Unidos que desconocen las condiciones peculiares de los desarrollos
políticos que tienen lugar en el continente. El peso mundial que están
adquiriendo los procesos reformistas sudamericanos requiere reconstruir los
aparatos conceptuales necesarios, para pensarlos en dimensiones mundiales y en
las duraciones de los ciclos de mediana duración del sistema mundial
capitalista. En este nivel puede resultar eficaz reformular y aplicar
nuevamente el concepto de sistema político.
Para ello puede resultar muy
productivo comparar, generalizar y tipificar los conocimientos alcanzados en
las investigaciones sobre las intervenciones en los regímenes políticos de
grupos sociales y culturales construidos como ajenos y extraños, porque de este
tipo de estudios pueden extraerse conclusiones iluminadoras sobre las
condiciones de variabilidad de los regímenes políticos que permitan construir
tipos de sistemas ajustados a los procesos históricos continentales.
El autor es consciente de las enormes
dificultades epistemológicas y metodológicas que esta línea de investigación y
de producción teórica encierra, pero piensa que la Ciencia Política
latinoamericana ya no puede seguir escapando a su responsabilidad de construir
teoría desde el Sur. El peso y la dimensión de los procesos que se están
produciendo en torno a nosotros son demasiado grandes como para reducirlos a un
puro registro fáctico o encasillarlos dentro de cajas conceptuales importadas.
Es la hora de construir nuevas universalidades conceptuales y no podemos faltar
a nuestra responsabilidad.
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[1] La síntesis y
elaboración de las investigaciones realizadas por el autor puede encontrarse en
Vior (2012)
[2] “Bestandsaufnahme
demockratischer Initiativen in der politischen Bildungsarbeit mit muslimischen
Jugendlichen in Deutschland” [Relevamiento de las iniciativas democráticas en
la formación cívica de jóvenes musulmanes en Alemania] (Vior/Manjuk/Manolcheva,
2004). Proyecto de investigación realizado en 2002/03 en la Universidad de
Magdeburgo por encargo del Ministerio Federal del Interior de la RFA.
[3] Caracterizadas por
el reconocimiento jurídico y político de “identidades culturales” formalizadas
legalmente como inamovibles dentro de contextos constitucionales establecidos
por “los pueblos fundadores” del Estado y cuyos principios y orientaciones
axiológicas y normativas se consideran intocables. (Bonilla, 2012; Máiz, 2008;
Sidekum, 2003).
[4] Con los desajustes y
problemas de articulación subsecuentes a la incorporación de grupos
heterogéneos a sistemas políticos con valores, normas y símbolos
tradicionalmente elitistas.
[5] En algunos ejemplos
-como el del movimiento argentino Túpac Amaru o el brasileño Sem Terra- las
elites reformistas incorporan a los liderazgos de estos movimientos, aceptan
coyunturalmente la presión que éstos ejercen sobre los sistemas políticos
locales, pero no los reconocen oficialmente como parte de los sistemas
políticos. Los mantienen en una situación de semiperiferia, para mantener a la
vez buenas relaciones con dichos movimientos sociales y con las elites locales
aliadas dentro de sistemas federales donde los poderes locales y regionales
tienen peso territorial y parlamentario.
[6] Por sus enormes y
terribles efectos sobre la política latinoamericana, de ningún modo por su
trascendencia teórica.
[7] Originariamente
aparecido en 1968.
[8] Originariamente
publicado en 1988.
[9] Él toma como base de
comparación las políticas educacionales y sanitarias en Costa Rica, Ecuador y
Bolivia.
[10] En su doble acepción
de individuo dotado de plenos derechos y de espacio público en el que los
ciudadanos dirimen sus diferencias.
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Eduardo J. Vior