miércoles, 5 de agosto de 2020

La política exterior demócrata sueña con el viejo Imperio

Con Biden vuelven el globalismo y el militarismo

Eduardo J. Vior

Habitualmente la política exterior no ha tenido un papel muy importante en las campañas presidenciales norteamericanas. El Partido Demócrata y el Republicano han estado casi siempre de acuerdo en las líneas maestras de la estrategia internacional. Sin embargo, desde el inicio de su gobierno, fiel a su consigna “America first”, Donald Trump puso la agenda diplomática de cabeza. En el único punto que demócratas y republicanos coincidieron fue en las amenazas contra China. Por ello, como parte de un amplio proyecto para recuperar el poderío de Estados Unidos en el mundo, el de facto candidato demócrata Joe Biden centra su propuesta internacional en la confrontación con la República Popular.

Los estudiosos de la política exterior norteamericana suelen decir que la diplomacia norteamericana es como un portaviones: cuesta mucho ponerlo en curso, pero cuando se lo logra, es dificilísimo torcer su rumbo. Trump tardó un año en retirar a su país del tratado nuclear con Irán, pero aún no logró que los europeos lo sigan. Los anunciados alejamientos del acuerdo sobre el clima y de la Organización Mundial de la Salud (OMS) no estarán formalizados antes de la elección de noviembre. Cumplir su decisión de retirar miles de efectivos de Alemania y desplegar una parte en Europa Oriental demorará años. Además, el volantazo que el presidente quiso dar en la política exterior se vio trabado por la inexperiencia de gran parte de su equipo, por el sabotaje de los militares, diplomáticos y altos funcionarios de la inteligencia (el “Estado profundo”) y por su carácter tan poco diplomático. No obstante, a Donald Trump hay que reconocerle que es el primer presidente desde 1898 que no inicia ninguna guerra exterior. Para los latinoamericanos, en particular, es fundamental que, más allá de su arrogancia, desde 2017 el mandatario ha bloqueado todos los intentos de intervención violenta y, sucesivamente, ha remplazado a sus funcionarios más agresivos, como John Bolton o Elliot Abrams.

Por el contrario, Joe Biden, con 40 años de experiencia en el Senado y ocho como Vicepresidente de la Unión (2009-17), está estrechamente imbricado con el servicio diplomático, los militares y las agencias de inteligencia. Conoce al dedillo los intereses y las necesidades de las grandes corporaciones de su país en el exterior y llama a muchos dirigentes extranjeros por su nombre de pila.

Consecuentemente, su equipo de campaña incluye una selección de los más granados asesores demócratas en política exterior: Jake Sullivan fue jefe de Planeamiento del Departamento de Estado en la presidencia de Barack Obama, Nicholas Burns desempeñó altos cargos diplomáticos durante las presidencias de George W. Bush y Bill Clinton. Tony Blinken, por su parte, fue Subsecretario de Estado y Subdirector del Consejo Nacional de Seguridad en la época de Obama. Susan Rice, finalmente, fue Consejera de Seguridad Nacional y embajadora ante la ONU en el gobierno de Obama.

Como los demócratas han decidido que el segundo puesto de la fórmula sea para una mujer y, preferentemente, negra, Rice está también entre las cuatro precandidatas a la Vicepresidencia. Si ella, finalmente, no fuera seleccionada, pero él resulta electo, sin dudas será una de sus principales consejeras.

 


Tony Blinken, ideólogo de la política exterior demócrata

Blinken, en tanto, suena para Secretario de Estado y su socia Michèle Flournoy, para la Secretaría de Defensa en la que ella ya sirvió como Subsecretaria entre 2009 y 2012. Ambos han fundado una empresa de consultoría, WestExec Advisors, que asesora a una variedad de firmas tecnológicas, como Uber, el laboratorio de ideas de Google, Jigsaw, la empresa israelí de inteligencia artificial Windward, así como diversos fondos de inversión y de riesgo. Muchas de estas firmas tienen actividades poco claras, de modo que –en caso de que ambos lleguen al gobierno- existe un fundado temor de que haya tráfico de influencias.

Biden podría criticar la pésima respuesta de Trump a la pandemia de COVID-19, su negativa a escuchar el consejo de sus asesores científicos, su incapacidad para impulsar el rápido desarrollo de tests que podrían haber ahorrado vidas y las carencias de material de protección para el personal sanitario, pero ha preferido asimilarse al discurso de su adversario y mostrarse más antichino que él. De hecho, Biden está repitiendo las tácticas que fueron exitosas en el pasado, cuando, por ejemplo, Bill Clinton ganó la elección de 1992 mostrándose como más pro-empresario y punitivista que su adversario Bush (padre) o cuando Barack Obama en 2009 entregó ingentes sumas a los bancos y en años sucesivos batió el récord de asesinatos de adversarios con drones. La conclusión fue que ambos pudieron gobernar dos mandatos cada uno, pero el Partido Demócrata perdió la mayoría en el Senado y varias veces también en la Cámara de Representantes. Entre el original y la copia los electores prefieren el primero.

Aunque fueron los republicanos quienes en 1972 establecieron las relaciones diplomáticas con la República Popular, suena creíble que, por razones ideológicas, critiquen las políticas chinas de derechos humanos y de libertad de expresión. Considerando los pingües negocios que las corporaciones norteamericanas han hecho en y con China desde la década de 1990, suena absurdo que los demócratas ahora quieran enfrentar al gigante asiático con una retórica que toman prestada de Trump.

Lo mismo puede decirse de los demás campos cruciales de la política exterior:
– En el Medio Oriente el equipo de Biden ha prometido reanudar la asistencia a la Autoridad Nacional Palestina y a las agencias que atienden a los refugiados palestinos en distintos países. Sin embargo, no ha respondido si retrotraerá la decisión de Trump de trasladar la embajada a Jerusalén ni que hará, si Israel concreta la anexión de Cisjordania antes del cambio de gobierno.
– Ha prometido, sí, que EE.UU. volverá a ser miembro de la UNESCO, del Consejo de Derechos Humanos y de la Organización Mundial de la Salud. Habrá que ver con qué condiciones.
– Su actitud hacia Europa será mucho más conciliatoria que la del presidente actual y tratará de reforzar la alianza atlántica, pero no han aclarado como se comportarán ante la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea ni cómo tratarán el creciente conflicto entre su estrecho aliado Polonia y los viejos socios Alemania y Francia.
– En África, en tanto, procurará intensificar la presencia norteamericana y combatir la influencia china, pero no se sabe con qué medios.
– En Asia Oriental, a su vez, propone volver al curso tradicional y fortalecer la presencia militar norteamericana en Japón y Corea del Sur, mientras revisa la diplomacia personal que Trump ha llevado con el presidente norcoreano Kim Jong-Um.
– Hacia América Latina, finalmente, el candidato demócrata propone suspender la expulsión de inmigrantes indocumentados mientras trascurren sus procesos judiciales, redireccionar partidas presupuestarias destinadas a la construcción del muro fronterizo hacia otros destinos, retomar el diálogo con Cuba llevado adelante por Obama y fortalecer la cooperación panamericana. Precisamente en este punto se esconde la clave de su política hacia el continente: los principales socios de la “cooperación panamericana” son Brasil y Colombia, cuyas fuerzas armadas desde hace tiempo apuntan hacia Venezuela. ¿Es una guerra regional el precio de la “nueva” política demócrata hacia América Latina?

Repitiendo las viejas tácticas, con el personal de hace 25 o 10 años, es difícil que Joe Biden pueda hacer una política exterior nueva, pero el mundo ha cambiado: Estados Unidos sigue siendo la mayor superpotencia, pero ha perdido el liderazgo. Sus competidores, entre tanto, han armado un sólido bloque defensivo y en América Latina el Comando Sur mantiene su capacidad destructiva, pero no tiene mucho que ofrecer. La falta de sentido de realidad de los estrategas norteamericanos puede ocasionar un desastre.

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