El avance militar sobre el poder agrava la crisis de EE.UU.
Aunque Bob Woodward ensalza al jefe de las fuerzas armadas como salvador de la democracia y la paz, Mark Milley trasgredió la Constitución y representa un riesgo para su país y el mundo
Ante el empate hegemónico entre continentalistas y globalistas, la actividad política y diplomática que está desplegando el general Marc Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de las FF.AA. norteamericanas, representa un grave peligro para la democracia en su país y para la paz en el mundo. La aparición del último libro de Bob Woodward, Peligro (Peril), es un signo más del alarmante avance autoritario que se está desplegando delante de nuestros ojos. Cuando el caudillo militar encuentra un poeta que lo cante (hoy, un periodista), es que está buscando el poder imperial.
El máximo responsable de las FF.AA. norteamericanas se reunió este miércoles 22 con su homólogo ruso, para tratar de ablandar el rechazo moscovita a que EE.UU. use bases militares en los países fronterizos con Afganistán, supuestamente para combatir el terrorismo. La reunión tuvo lugar a 40 kilómetros al norte de la capital finlandesa, entre el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, y el jefe del Estado Mayor ruso, general Valery Gerasimov. Milley no quiso dar detalles de la reunión a los periodistas que viajaron con él, pero hasta ahora no hay indicios de ningún progreso.
La reunión se encuadra dentro de la diplomacia paralela que el general Milley viene llevando desde que asumió el mando conjunto en 2019 y que Bob Woodward, el periodista estrella del Washington Post tanto ensalza en su último libro. Peligro es el tercer libro que Woodward dedica al gobierno de Donald Trump. En 2018 publicó Miedo (Fear) y en 2020 salió Furia (Fury). Pero en este último ha cambiado el sujeto y lo dedica al elogio del máximo jefe militar.
Woodward tiene un estilo propio, que aplica sin matices en todos sus libros y que podría apodarse «Woodwardiano». El héroe principal de Peligro es el general Mark Milley, que es presentado como el guerrero-salvador que mantuvo el mundo en paz durante los arrebatos más turbulentos de Donald Trump. Milley exagera y Woodward lo festeja.
El volumen, coescrito con Robert Costa, se explaya sobre el establishment militar. Cuando en 2018 había que designar al nuevo jefe del Estado Mayor Conjunto, Donald Trump se impuso al secretario de Defensa, Jim Mattis, que quería nombrar a un oficial de la Fuerza Aérea, y puso a Milley en el cargo. El presidente estaba impresionado por su fanfarronería de tipo duro y sus medallas. Ya en el cargo, el general podría haber trabajado en el anonimato, pero el 1° de junio de 2020, tras la muerte de George Floyd, Trump utilizó la policía para desalojar a los manifestantes y poder sacarse una foto con una Biblia frente a la iglesia de St. Milley, en Washington. El jefe militar recibió muchas críticas por estar entonces junto al presidente y en traje de fajina, pero, según él mismo, fue entonces cuando se dio cuenta de que Trump era muy peligroso. Con esta versión Milley justifica su giro político en el período preelectoral.
En diciembre de 2020, después de que el presidente hubiera perdido las elecciones, Trump despidió al Secretario de Defensa, trató de poner un nuevo director de la CIA y puso a alguien como consejero general de la Agencia Nacional de Seguridad. Al ver que Trump se preparaba para permanecer en el poder por la fuerza, Milley habría comenzado a preocuparse por el uso que el mandatario pudiera dar a las armas nucleares. Convocó, entonces, a los oficiales de alto rango para revisar los procedimientos de lanzamiento de las mismas y les recordó que, si bien el presidente es quien da las órdenes de marcha, la política al respecto requiere que él (Milley) también sea consultado. Luego pidió a cada oficial que afirmara que lo había entendido, en lo que, según Woodward, Milley consideró «un juramento».
Por último, es probable que las acciones de Milley politicen aún más a un ejército que ya está sometido a una gran tensión. Los líderes militares se identifican cada vez más con un partido político, expresan abiertamente sentimientos partidistas y acatan con menos frecuencia las normas establecidas. Los líderes políticos también han utilizado cada vez más al ejército para promover sus programas partidistas. Las nuevas acusaciones de que el jefe de Estado Mayor trató de socavar la autoridad presidencial acelerarán la politización de las fuerzas armadas.
Cualquier persona mínimamente informada en la capital de EE.UU. lee el Washington Post como órgano oficial de la CIA y a Bob Woodward como su jefe de propaganda desde hace ya casi 50 años. En el libro se condensan todos los prejuicios demócratas contra Trump: narcisista, paranoico y golpista. Pero, cuando el escriba ensalza al Jefe del Estado Mayor Conjunto como salvador de la democracia y de la paz mundial, y ese salvador no sólo desobedeció órdenes del presidente, sino que, además, se ocupó de que se publicara el libro y continúa en el mando supremo de las fuerzas armadas a pesar del cambio de gobierno, quiere decir que esa persona es el miembro más poderoso del Estado norteamericano. Seguramente habrá otros más poderosos en el mundo empresario, pero él tiene el mando sobre todas las tropas del país y violó sus deberes constitucionales. ¿Quién es entonces el golpista? ¿No se habrá construido la imagen del expresidente como golpista, para ocultar un golpe de estado que se está ejecutando paso a paso? Lo que sabemos sobre la conspiración que preparó, ejecutó y aprovechó los atentados del 11-S aconseja que pensemos mal, si queremos acertar con nuestro juicio.
Marc Milley nació en Winchester, Massachusetts, en 1958 y es de religión católica. En 1980 obtuvo en la Universidad de Princeton una licenciatura en política con una tesis sobre «Un análisis crítico de las organizaciones revolucionarias guerrilleras en la teoría y en la práctica». O sea, que ya entonces se preocupó por los problemas de la “guerra antisubversiva”.
Milley también tiene un máster en relaciones internacionales por la Universidad de Columbia y otro en seguridad nacional y estudios estratégicos por la Escuela de Guerra Naval, pasó la mayor parte de su carrera en misiones de Infantería y ha ocupado múltiples puestos de mando y personal en ocho divisiones y fuerzas especiales a lo largo de los últimos 39 años. Participó en las operaciones en Panamá (1989), Haití (1994), Bosnia-Herzegovina (1995), Irak (2003) y en tres ocasiones estuvo en Afganistán (2001-2021). En 2015 asumió la Jefatura del Estado Mayor del Ejército, que ocupó hasta pasar en 2019 a la del Estado Mayor Conjunto. Propio de su generación de oficiales, adhiere a los principios tecnocráticos de la reforma de las fuerzas en los años 2000: contratación-prueba-adquisición. Deja de lado los cuidadosos, aunque largos, procedimientos de antaño y pasa a incorporar tecnología que recién es probada en el campo de batalla. La alternativa ideal para gastar mucha plata en ferretería inútil.
Mark Milley es una personalidad mediocre, un tecnócrata que responde más a la gran industria de armamentos que a las necesidades de sus comandados, ni hablar de las del país. Carece de proyecto, pero desde hace algunos años ha intervenido reiteradamente en política, primero apoyando a Donald Trump, luego en contra. Al mismo tiempo está llevando una diplomacia propia, sin control de la autoridad electa. Estas acciones son tanto más problemáticas, cuanto que en un momento de profunda crisis, cuando el enfrentamiento entre continentalistas y globalistas permanece irresoluto, el peso y prestigio de la corporación militar se sobreimpone al de los políticos. Los militares no se dividen tanto en torno a ejes partidarios, como al revés: faltos de objetivos puestos por la política, sus diferencias sobre doctrina, estrategia y conducción están condicionando la agenda política en Washington con la particularidad de que cualquier decisión en estos aspectos repercute en todo el mundo.
Desde el fin de la Guerra Fría Estados Unidos ha retrocedido hacia un régimen oligárquico altamente concentrado y con la mayoría de la población muy empobrecida. Se trata de un capitalismo rentístico, especulativo y de muy baja productividad. Al mismo tiempo, la reforma militar de Rumsfeld-Cebrowski en 2002 ha instaurado la estrategia de la “guerra interminable” y dado una enorme autonomía de mando a los comandantes que, así, se han convertido en condottieri de las empresas armamentistas. Los objetivos geoestratégicos y/o económicos se han subordinado a la necesidad de no acabar nunca las guerras.
Mark Milley ha encontrado en Bob Woodward a su propio Virgilio que lo canta y lo quiere emperador, pero en un mundo donde la rivalidad hegemónica se está decidiendo a favor de las potencias euroasiáticas. Ya ha violentado la Constitución. ¿Piensa seguir adelante e instaurar la dictadura o va a retroceder y rendirse ante el régimen desfalleciente? De la respuesta a este interrogante dependen la democracia norteamericana y la paz mundial.
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Eduardo J. Vior