Vivir y trabajar en las Tres Fronteras entre Argentina, Brasil y Paraguay tiene muchas desventajas: estar lejos de todos los centros de producción política, científica y cultural; vivir en una ciudad (Foz do Iguazú) con una sola librería decente, sin teatros ni cines; lidiar con elites locales que medran con la situación fronteriza y se cierran a todo cambio; percibir la cercanía del contrabando, el narcotráfico, la trata de personas, las medidas represivas concomitantes de los tres estados y la vigilancia norteamericana. Pero tiene también algunas ventajas: Foz do Iguazú es una inmejorable atalaya para observar comparativamente y en relación los tres países. Y para quien, como yo, investiga con pasión sobre migraciones y ciudadanía, un laboratorio perfecto.
En mis entradas anteriores en este blog caractericé el momento sudamericano por el relanzamiento de las revoluciones cívica y popular que están pendientes desde hace 200 años. La revolución cívica expande las libertades individuales, amplía la protección de individuos y grupos ante la arbitrariedad, consecuentemente fortalece el Estado de Derecho e impulsa la autonomía creadora de tod@s, incluida la multiplicación del espíritu empresario en todos los sectores de la sociedad. Enriquecerse con el trabajo digno y decente no es un pecado, sino que debe ser una opción disponible en condiciones de equidad.
La revolución popular, por su parte, reúne a los individuos y grupos en pueblos y a éstos los hace soberanos. Es inseparable del patriotismo cívico que no quiere dar, sino cuidar la vida por la Patria. El patriotismo hoy sólo puede ser latinoamericanista. Un patriotismo que hoy se oponga a la unidad latinoamericana y caribeña es tan sólo un nuevo disfraz del cipayismo. La revolución popular se dirige fundamentalmente a democratizar la vida en común en todos los aspectos: políticos, sociales, económicos y culturales. Por estas razones irrumpe en la política, en la economía y la cultura y las hace transparentes, a veces caóticamente, pero las somete al control de tod@s y cada un@. Si la revolución cívica expande el espacio de la libertad individual y grupal, la revolución popular forma la comunidad organizada de las mujeres y los hombres libres.
Ambas revoluciones son contradictorias en sí y entre sí. La expansión de la democracia y la igualdad necesariamente chocan con el espíritu empresario que propugna la revolución cívica. La ampliación de la autonomía y de las libertades individuales coliden con la primacía del interés popular y patriótico. La primacía de la comunidad por sobre los intereses particulares por momentos puede limitar la libertad individual. Pero además son contradictorias en sí mismas: la formación de la comunidad organizada sobre la soberanía popular debe armonizarse con los derechos a la participación de grupos y regiones. A su vez el desarrollo del espíritu empresario afecta la autnomía de quienes no se benefician directamente por él.
No existen fórmulas mágicas. Solamente el desarrollo constante de redes continentales de discusión e intercambio pueden hacer posible la formación de una opinión sudamericana emancipada. Sin embargo, existe una certeza abarcadora de ambas revoluciones: solamente la instrucción y la formación de las clases populares y las clases medias en la percepción de sus propias necesidades y de las de la comunidad pueden permitir resolver estos conflictos sobre la base del diálogo intercultural, interetario, interclasista e intergenérico.
En los últimos 200 años nuestros países han sido conformados por el colonialismo cultural, económico y político. Aun el modelo más exitoso de deglución antropofágica de las fórmulas coloniales, Brasil, las sigue incoporando y procesando con el discurso nacional del "blanco, pero también negro". En Hispanoamérica, donde no tuvimos ningún imperio mediador y la dominación poscolonial se sintió directamente, hemos optado en cambio por discursos de ruptura. Estos moldes coloniales condicionan las ópticas de nuestras clases medias y populares, aunque menos las de éstas. Deforman sujetos, clases y culturas en la pérdida de confianza en sí mismas y la imitación permanente. Pero más grave es que maleducan en el desprecio por los pobres, los desheredados, los expulsados de la sociedad y le ponen color al prejuicio: todo color de piel, negro o cobrizo, se hace sospechoso y amenazante. Sistemas nacionales mutilados, incapaces de extender la ciudadanía a todos sus habitantes, porque son incapaces de extender su soberanía a todos los ámbitos de la vida comunitaria, enseñaron a temer y dsconfiar de quien expulsaban.
En largas décadas de luchas algunos de nosotros construimos en el último tercio del siglo XX y la primera década del XXI naciones más pluralistas, estados más soberanos y ciudadanías más abarcadoras. Quienes más ampliaron el acceso a la ciudadanía, más éxito económico, social, político y cultural tienen, y vice versa.
La incorporación de las comunidades de origen inmigrante, de los indios y los afrodescendientes a la ciudadanía y a la construcción delpueblo soberano es la piedra de toque de estos procesos. No puede haber revoluciones cívica y popular, mientras subsistan rémoras coloniales en las relaciones entre los estados, los sistemas políticos y sociales y estas poblaciones. Aquí no voy a entrar a analizar los procesos de incorporación a la ciudadanía de las comunidades de origen inmigrante que ya he tratado muchas veces y sigo estudiando en los países del MERCOSUR (quien tenga interés, que vea mi libro Migraciones internacionales y ciudadanía democrática, Saarbrücken: EAE-Verlag, 2012), sino lo contrario: voy a exponer de qué modo la persistencia de prejuicios racistas en una comunidad de origen inmigrante puede impedirle satisfacer sus intereses, al mismo tiempo que desarticula una débil comunidad política con su poder de veto. Estoy refiriéndome a los llamados "brasiguayos", los colonos de origen brasileño que habitan en Paraguay.
No existen fórmulas mágicas. Solamente el desarrollo constante de redes continentales de discusión e intercambio pueden hacer posible la formación de una opinión sudamericana emancipada. Sin embargo, existe una certeza abarcadora de ambas revoluciones: solamente la instrucción y la formación de las clases populares y las clases medias en la percepción de sus propias necesidades y de las de la comunidad pueden permitir resolver estos conflictos sobre la base del diálogo intercultural, interetario, interclasista e intergenérico.
En los últimos 200 años nuestros países han sido conformados por el colonialismo cultural, económico y político. Aun el modelo más exitoso de deglución antropofágica de las fórmulas coloniales, Brasil, las sigue incoporando y procesando con el discurso nacional del "blanco, pero también negro". En Hispanoamérica, donde no tuvimos ningún imperio mediador y la dominación poscolonial se sintió directamente, hemos optado en cambio por discursos de ruptura. Estos moldes coloniales condicionan las ópticas de nuestras clases medias y populares, aunque menos las de éstas. Deforman sujetos, clases y culturas en la pérdida de confianza en sí mismas y la imitación permanente. Pero más grave es que maleducan en el desprecio por los pobres, los desheredados, los expulsados de la sociedad y le ponen color al prejuicio: todo color de piel, negro o cobrizo, se hace sospechoso y amenazante. Sistemas nacionales mutilados, incapaces de extender la ciudadanía a todos sus habitantes, porque son incapaces de extender su soberanía a todos los ámbitos de la vida comunitaria, enseñaron a temer y dsconfiar de quien expulsaban.
En largas décadas de luchas algunos de nosotros construimos en el último tercio del siglo XX y la primera década del XXI naciones más pluralistas, estados más soberanos y ciudadanías más abarcadoras. Quienes más ampliaron el acceso a la ciudadanía, más éxito económico, social, político y cultural tienen, y vice versa.
La incorporación de las comunidades de origen inmigrante, de los indios y los afrodescendientes a la ciudadanía y a la construcción delpueblo soberano es la piedra de toque de estos procesos. No puede haber revoluciones cívica y popular, mientras subsistan rémoras coloniales en las relaciones entre los estados, los sistemas políticos y sociales y estas poblaciones. Aquí no voy a entrar a analizar los procesos de incorporación a la ciudadanía de las comunidades de origen inmigrante que ya he tratado muchas veces y sigo estudiando en los países del MERCOSUR (quien tenga interés, que vea mi libro Migraciones internacionales y ciudadanía democrática, Saarbrücken: EAE-Verlag, 2012), sino lo contrario: voy a exponer de qué modo la persistencia de prejuicios racistas en una comunidad de origen inmigrante puede impedirle satisfacer sus intereses, al mismo tiempo que desarticula una débil comunidad política con su poder de veto. Estoy refiriéndome a los llamados "brasiguayos", los colonos de origen brasileño que habitan en Paraguay.
Brasiguayos: racismo contra racionalidad
El grupo de los denominados "brasiguayos" abarca unas 350.000 personas que habitan en el Este y Norte de Paraguay. Llegaron allí, en su
mayoría pobrísimos, en los años 70 como masa de maniobra de las dictaduras brasileña y paraguaya. Los territorios del Este y Norte del Paraguay se habían despoblado durante la Colonia española, primero por efecto de la concentración de la población indígena en las misiones jesuíticas y luego como resultado de la disolución de las mismas. La guerra genocida entre 1864 y 1870 acabó por hacer de estas regiones desiertos. En las primeras tres décadas del siglo XX el litoral del Alto Paraná estaba ocupado por yerbatales argentinos que, si bien del lado brasileño acabaron cuando la "Columna Prestes" recorrió la zona en 1935, del paraguayo continuaron hasta los años 60.
En esa época la dictadura de A. Stroessner (1954-89) repartió enormes extensiones de tierras supuestamente fiscales a
sus seguidores. Como la región oriental de Paraguay sirvió de base entre las décadas del 50 y del 60 a dos movimientos guerrilleros sucesivos y la dictadura brasileña que ocupó el poder en 1964 tambien tenía interés en erigir un muro defensivo ante las amenazas que pudieran llegar de Argentina, como parte del mismo proceso que llevó en 1973 a la firma del tratado de Itaipú, para asegurar la región, se convocó al masivo poblamiento por agricultores brasileños de Rio Grande do Sul, Santa Catarina y del Oeste de Paraná. Estos campesinos, mayormente de ascendencia alemana e italiana del Norte, provenían de las colonias que en los dos primeros estados habían fundado sus antepasados en el siglo XIX y principios del XX.
A partir de la década del 60 la concentración de la propiedad de la tierra y las rigideces de los sistemas hereditarios traídos de Europa dejaron a muchos de ellos sin tierra. Pasaron entonces a colonizar el Oeste de Paraná, pero de aquí también fueron expulsados muchos por la construcción de la represa de Itaipú a partir de 1974. Cruzaron entonces el río y comenzaron a comprar tierras baratas a las empresas inmobiliarias de brasileños y de testaferros de la dictadura paraguaya. Sin embargo, la mayoría de ellos no obtuvo la propiedad, sino sólo la posesión precaria. Ésta es una de las fuentes principales de los conflictos actuales, ya que estas propiedades no están adecuadamente catastradas y muchas veces
los colonos aún hoy no tienen títulos de propiedad. Además muchas veces, ahora que las tierras están en plena producción de soja transgénica, aparecen herederos de los antiguos "propietarios" a reclamar por sus títulos. A esto hay que agregar que muchos colonos -inclusive sus hijos- no están documentados, de modo que no pueden poseer títulos legales.
Esta situación genera inseguridad y violencia permanentes. Los tribunales de Ciudad del Este están
llenos de procesos en los que los antiguos beneficiarios del régimen reclaman la
restitución de las tierras o los colonos demandan que se escriture. La
regularización catastral dispuesta por el gobierno de Lugo debía resolver estos
problemas, pero fracasó por varias razones: en primer lugar, los antiguos propietarios no tienen interés en el
catastramiento y lo boicotean. Muy eficaz fue la campaña de los medios
hegemónicos agitando el fantasma de la expropiación. En segundo lugar, hay que tener en cuenta el autoaislamiento
de la colectividad brasiguaya. Si bien la mayoría de ellos son chacareros
medianos y pequeños, siguen sin criticar las orientaciones de los pocos
latifundistas entre ellos, aliados con los terratenientes colorados y
liberales y, sobre todo, con las corporaciones multinacionales semilleras y herbicidas.
Los agricultores brasiguayos se han enriquecido y han acumulado mucho capital, pero éste no se invierte en agregar valor a la producción, industrializándola y cuidando la tierra, sino en bienes inmuebles y de consumo. Muchos tienen una segunda vivienda en Foz do Iguaçu, para poder aprovechar los sistemas educativos y de salud brasileños.
Hay varias explicaciones para esta conducta: la inmensa mayoría de
los colonos no ha aprendido castellano, aunque ya viven más de treinta años en
el país. Quizás por sus orígenes en las colonias alemanas e italianas de Rio
Grande do Sul mantienen un sentimiento racista de superioridad respecto de los
paraguayos. La colectividad no tiene medios de comunicación ni centros educativos
superiores propios. Tampoco ha desarrollado su vida cultural. Por esto carecen de
contacto con la sociedad paraguaya y son rehenes de los personeros del régimen.
A su vez, el gobierno de Lugo equivocó el objetivo, al alentar ocupaciones de tierras contra estos agricultores. Ocupaciones de tierras -a veces realizadas por pobres urbanos sin trasfondo campesino- que intervenían en los procesos de demarcación catastral. Así emblocó a los brasiguayos con sus terratenientes, las grandes empresas del agronegocio y los politiqueros locales de los partidos tradicionales.
Finalmente hay que considerar el rol de Itamaraty. La diplomacia brasileña tiene una actitud ambigua ante Paraguay: por un lado, siguiendo la política de Lula (ahora, de Dilma), inspirada por Marco Aurélio Garcia y Samuel Pinheiro Guimaraes, para apoyar el fortalecimiento de la democracia paraguaya, alienta a los brasiguayos a integrarse en la sociedad y la política paraguayas; por el otro, sigue sin liberarse de la herencia dictatorial y persiste en intervenir ante el poder político paraguayo ante cada reclamación de la comunidad. De este modo la alienta a no asumir la iniciativa, a dejarse representar alternativamente por la derecha paraguaya y/o por la diplomacia brasileña.
La población brasiguaya se ha convertido en un importante freno a la democratización y la ciudadanización de Paraguay. No interviene directamente en la política y, en consecuencia, tampoco se ve obligada a formular sus puntos de vista, defenderlos e impulsarlos. De este modo mantiene su poder de veto, sin permitir que el país desarrolle su conciencia política. Pero tampoco alcanza la normalidad jurídica que tan imperiosamente necesita y vive en la zozobra permanente. Para capitalizarse necesitaría industrializar la producción agropecuaria, pero para ello requiere del Estado créditos e infraestructura que éste no puede darle, porque la mayoría de los brasiguayos apenas pagan impuestos. Mientras tanto, apuesta a incorporar más cultivos transgénicos, aumentando la concentración de la tierra, con lo que anticipa la agudización de los conflictos con los campesinos, pero también la ruina de más de uno de sus miembros. Un perro del hortelano perfecto.
El racismo no entiende razones, sino contenciones
La política paraguaya ha entrado en arenas movedizas. El golpe canadiense de Monsanto y Nidera fue avalado, pero no acompañado por la mayoría de las facciones coloradas. Los liberales y oviedistas están presionados para alcanzar resultados rápido. Para ello van a autorizar todo tipo de semillas transgénicas sin recaudo alguno y van a forzar las exportaciones, para multiplicar las ganancias de sus simpatizantes. La oligarquía colorada no se va a quedar quieta y va a reclamar su tajada. Los conflictos entre ellos y con los campesinos desposeídos van a aumentar. Las alianzas van a cambiar de un día al otro y los brasiguayos pronto pueden volver a ser el chvio expiatorio de los conflictos políticos y sociales del país. ¿Qué va a hacer Brasil entonces? ¿Va a intervenir nuevamente, para defender a sus connacionales o los va a empujar a defenderse solos? Si hace lo primero, estará legitimando el golpe que condenó el 22 de junio y creará un grave conflicto en el MERCOSUR. Si no lo hace, tendrá que argumentar bien, para que el fin de sus intervenciones en Paraguay sea bien digerido en el frente interno.
Los brasiguayos, por lo pronto, se están emborrachando de soja, pero el despertar va a ser muy duro. dscubrirán que ni sus "amigos" liberales y colorados ni Itamaraty pueden remplazar su propia responsabilidad. Su racismo no entiende razones, sino los límites que Brasil
primero, y el resto del MERCOSUR después les pongan. Sólo así pueden comenzar a
razonar, enterrar a los abuelos y dscubrir que son paraguayos de origen
brasileño.
Clarísima la explicación y muy bueno el análisis, es lamentable que muchas veces no nos damos cuenta, la mayoría de las personas, de los reales motivos en intereses detrás de cada acontecimiento que termina siendo una noticia más que se olvida con el escándalo de turno. Voy a compartirlo con varias personas a quienes les vendría bien leerlo.
ResponderEliminarVerdaderamente contextual y esclarecedor en un momento de llanura política y simplificación consignista.
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