Gatopardismo o más democracia
Año 6. Edición número 267. Domingo 30 de junio de 2013
Apenas la presidenta Dilma Rousseff intentó orientar
la movilización popular hacia las reformas democráticas pendientes, fue
trabada por las corporaciones, los medios y la policía. La lucha por el
poder se intensifica.
Si querés venir a una manifestación, aguantá los palos.” Con esta
fórmula didáctica, un oficial de la Policía Militar (PM) de Brasilia le
explicó al estudiante Ernaldo Vieira, en la noche del miércoles 26, por
qué habían encerrado a los manifestantes que protestaban contra la
corrupción y por la reforma política en la llamada Explanada de los
Ministerios, antes de ahogarlos con gas lacrimógeno. La represión
policial, el freno corporativo y la cooptación de las movilizaciones por
los medios conservadores dominantes se combinan en la respuesta de la
derecha al intento de la presidenta Dilma Rousseff de orientar las
protestas hacia reformas democráticas que consoliden las políticas
sociales de la última década y aseguren su reelección. Son dos proyectos
antagónicos que pujan por el poder en Brasil.
Ante 27 gobernadores estaduales y 26 alcaldes de las principales ciudades del país, reunidos en el Planalto, Rousseff propuso en la tarde del lunes 24 la adopción de cinco pactos nacionales destinados a impulsar reformas democráticas largamente pendientes: 1) Responsabilidad fiscal y control de la inflación; 2) Plebiscito para convocar a una asamblea constituyente sobre la reforma política; 3) Salud; 4) Educación, y 5) Transportes. Miles de millones de reales deben fluir hacia los municipios para mantener sin alzas los boletos del transporte público urbano. A Salud y Educación debe destinarse el 100% de los ingresos que se obtengan por la explotación del petróleo de la cuenca submarina frente a Río de Janeiro. Limitar el sobreendeudamiento de estados y municipios es una consigna compartida por todas las fuerzas políticas. Pero es el plebiscito para convocar la asamblea constituyente específica que debe introducir reforma política lo que se ha convertido en piedra de toque de la lucha por el poder asumida por la presidenta.
Dilma no consultó ni a su propio partido para hacer los anuncios del lunes 24. Evidentemente, sólo un “núcleo duro”, y seguramente su mentor Lula, participaron el fin de semana pasado en la toma de esta decisión estratégica. Convocar al pueblo a decidir sobre la reforma política mediante un plebiscito vinculante implica saltar por sobre el Congreso y la Justicia y devolver la soberanía a su dueño originario. “Es un recurso bolivariano”, dijo un columnista de Folha de São Paulo.
El vicepresidente Michel Temer, del centrista PMDB, se quejó por la falta de consulta y rechazó la convocatoria a asamblea constituyente. El ministro de Educación, Aloisio Mercadante, ofició toda la semana de vocero presidencial, desplazando a la jefa de la Casa Civil, senadora Gleisi Hoffman, aspirante a gobernar el Estado de Paraná a partir de 2014 con el apoyo de la hidroeléctrica Itaipú Binacional.
Aunque la presidenta desistió al día siguiente de convocar a una asamblea constituyente, porque –como dijo el presidente del PT, Rui Falcão– “llevaría demasiado tiempo reunirla”, mantuvo el llamado a realizar um plebiscito, para que el pueblo imponga la reforma política. Se trata de reformar las leyes de partidos políticos y de elecciones prohibiendo el subsidio a los partidos por personas jurídicas, estableciendo el financiamento público de los mismos y la lista cerrada para forzar la lealtad de los candidatos a los partidos, ajustando la representación al número de habitantes de cada distrito y colocando un piso del 3% de los votos para mantener la personería de los partidos y así disminuir el número de siglas. El régimen electoral y partidario vigente da a los candidatos una gran autonomía respecto de sus propios partidos y les permite financiarse con donaciones de empresas que más tarde se cobran con licitaciones públicas. Se calcula que las empresas de la construcción destinan en promedio el 5% de sus ganancias a las donaciones electorales.
No por casualidad fue Joaquim Barbosa, presidente del Supremo Tribunal Federal (STF) y del Consejo Nacional de Justicia (CNJ) quien presentó públicamente la alternativa conservadora. Luego de su reunión con la presidenta, el martes 25, declaró que “el país precisa una reforma política que disminuya la influencia de los partidos en la selección de los candidatos y aumente la participación popular”. Y agregó: “Pienso que hay una voluntad del pueblo brasileño de disminuir o mitigar el peso de los partidos políticos sobre la vida política del país”. Barbosa resaltó que no defiende la “supresión” de los partidos, pero que está a favor de candidaturas individuales para todos los cargos, incluso la presidencia de la República, no atadas a siglas partidarias.
El presidente del STF saltó a la fama de manos de los medios hegemónicos el año pasado cuando se destacó como impiadoso castigador de los procesados por el affaire del “mensalão”. En un país sin tradición de luchas populares como Brasil, cuyo pueblo mayoritariamente todavía anhela la venida de un San Jorge justiciero que mate de un lanzazo al dragón de la corrupción, el primer miembro negro del máximo tribunal –cuyo mandato vence precisamente el año próximo– prepara su plataforma para lanzarse a competir con Rousseff por la presidencia de Brasil. Encuestas realizadas la semana anterior por DataFolha lo ubicaron como el preferido de las jóvenes clases medias movilizadas, aunque él todavía diga que no es candidato a nada.
Todos los políticos brasileños se dedican por estos días a halagar los reclamos de las manifestaciones. No hizo falta esfuerzo para que la Cámara de Diputados desistiera de sus resistencias de meses y resolviera el miércoles 26 destinar el 70% de los futuros réditos petroleros a la educación y el 30% al mejoramiento del Sistema Único de Salud (SUS).
Igualmente oportunista resultó la liberación de impuestos sobre el transporte automotor urbano colectivo para mantener sin cambios las tarifas. Así se garantiza, a costa del Estado, que las empresas concesionarias de ómnibus (unos pocos consorcios que atienden la gran mayoría de los municipios) sigan llevándose el 70% del ingreso por boletos.
También fue unánime el apoyo parlamentario al endurecimiento de las leyes que castigan la corrupción activa y pasiva y delitos conexos, convirtiéndolos en delitos graves sancionables con penas de prisión. Al mismo tiempo, la Cámara baja rechazó por 430 votos contra 6 la Propuesta de Enmienda Constitucional 37 que proponía reafirmar la facultad constitucional exclusiva de la Policía Federal para investigar delitos penales. Si bien esta facultad fue establecida por el art. 114 de la Constitución federal de 1988, con los años se hizo habitual que las fiscalías investigaran por su cuenta. Ante la falta de controles democráticos sobre el accionar del Ministerio Público, la presidenta había propuesto hace dos años la PEC 37 para reforzar el mandato constitucional. Esto hubiera implicado que las fiscalías podrían iniciar investigaciones penales que la PF debería ejecutar, pero no llevarlas adelante por su cuenta. Sin embargo, como los medios hegemónicos y la corporación judicial consiguieron exitosamente instalar en las manifestaciones de junio la consigna del rechazo a la reforma, la mayoría del Parlamento que hasta hace dos semanas apoyaba la PEC votó el miércoles masivamente por su rechazo. Todos los medios festejaron alborozados “el triunfo de la democracia”. Ahora pueden seguir sin límites dirigiendo la agenda de las fiscalías.
Dilma reaccionó rápidamente a la presión de las calles asumiendo sus consignas y orientándolas hacia la profundización de las reformas democráticas, pero sus oponentes no se quedaron atrás y pasaron a hacer como si se adhirieran al proceso reformista, pero a costas de las finanzas públicas y desviando las manifestaciones hacia la denostación del gobierno. Para ganar esta carrera, la presidenta se reunió el lunes 24 con representantes del Movimiento Pase Libre, el martes con el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST) y el miércoles con las cinco centrales sindicales que convocaron a una huelga general para el 11 de julio.
No obstante, para conquistar la calle, la presidenta precisa líderes de los que no dispone. Descabezada la conducción del PT, el partido se adocenó y se alejó de sus bases. La presidenta tampoco cultivó el contacto con el pueblo al que era tan afecto Lula.
La lucha por la conducción de las movilizaciones se está agudizando. En la semana que pasó éstas cambiaron su eje y base de apoyo. A excepción de la gran manifestación en Belo Horizonte durante el partido Brasil-Uruguay, en las grandes ciudades se redujo la presencia en la calle de la clase media y aumentó la de los sectores populares de las periferias. El martes se movilizaron en Río de Janeiro varios miles de habitantes de Rocinha –con 250.000 habitantes la favela más grande del continente– para reclamar al gobernador del Estado de Río de Janeiro Sergio Cabral (PMDB) la satisfacción de reivindicaciones largamente levantadas por esa población marginal. El jueves 27 la Policía Militar paulista desalojó en la zona Este de la metrópolis a activistas del MTST que habían ocupado un predio largamente vacío solicitando su expropiación para un proyecto de viviendas populares.
Las movilizaciones callejeras todavía están capturadas por los medios hegemónicos que las orientaron hacia la lucha contra la PEC 37, pero Dilma reaccionó rápida e inteligentemente, cambiando su agenda. Parece haber dejado atrás un período de gobierno aparentemente “técnico”, para hacer más política. Mientras duró la bonanza económica externa, los servicios públicos se podían financiar con las rentas extraordinarias, pero actualmente se trata de redistribuir los ingresos tributarios, aumentando los impuestos de los más ricos y destinando el excedente para el mejoramiento de los derechos y los servicios públicos. Por eso es que se discute tanto sobre la mejora de los servicios públicos. Éstos fueron privatizados en los años ’90, se rigen por el lucro y en consecuencia carecen de inversiones.
La educación pública básica y secundaria sufre por los bajos salarios de los maestros y profesores y la falta de inversiones. La educación superior, por su parte, se expandió notablemente en los últimos diez años, pero en las nuevas universidades faltan infraestructuras y residencias para alojar a estudiantes que muchas veces vienen de muy lejos y tienen bajos recursos, y los nuevos profesores están pésimamente formados. El Servicio Único de Salud, en tanto, padece enormes carencias materiales y personales. El sistema de ómnibus urbanos, finalmente, devora enormes subsidios, pero es carísimo y de mala calidad. La situación sólo cambiará si el Estado interviene planificando y regulando.
Para encabezar esta nueva política, Dilma debe movilizar sus apoyos sociales. La clase trabajadora brasileña está muy fragmentada. Además de los obreros fabriles hay una nueva clase trabajadora predominantemente joven que ascendió mediante la enseñanza superior privada a la que accedió gracias a las becas estatales, que consume más y tiene mayores expectativas, pero que no ve perspectivas de futuro en el mercado de trabajo. Por eso vive bajo una tensión permanente que puede ser canalizada tanto por la izquierda como por la derecha.
Además, existe otra fracción mucho más numerosa, que todavía vive en la pobreza y constituye la principal base del lulismo. Según el investigador André Singer, esta fracción quiere cambios pero rechaza la radicalización política porque la asocia al desempleo y a la carestía. Para conquistar su apoyo, la estrategia de los gobiernos de Lula y Dilma consistió en evitar la radicalización. De hecho, este sector fue muy beneficiado por la baja de la pobreza y la desigualdad, pero el avance es muy lento y las transferencias se hacen a costas de los ingresos del Estado, para evitar choques con los grupos dominantes.
Sin embargo, en la situación económica actual, esta estrategia está atrapada en una paradoja: el gobierno quiere evitar la radicalización política por miedo a la crisis económica, la inestabilidad y la fuga de capitales que aumentarían el desempleo precisamente de los sectores más pobres de la población, lo que los arrastraría hacia la derecha. Súmese a todo esto el dato de que la clase media tradicional es hoy la más perjudicada por el proceso distributivo y el tipo de crecimiento económico y es la más dispuesta a ocupar las calles con consignas protofascistas, como ya sucedió en 1964.
En un contexto de bajísimo crecimiento económico y –aunque baja– creciente inflación, si Dilma quiere forzar la intervención estatal en la oferta de mejores servicios públicos y transferir renta para financiarlos, marchará inevitablemente al choque con la derecha. Para triunfar, esta estrategia precisa movilizar y organizar a la nueva clase trabajadora.
El lulismo necesita evitar la radicalización y prepararse para la polarización inevitable, como lo demuestran las movilizaciones. Como respuesta superadora, Rousseff hizo dos movimientos osados: legitimó en las manifestaciones a los interlocutores de izquierda como el MPL y el MTST y lanzó a los manifestantes contra el Congreso. Éste ya acusó el golpe y calificó de autoritaria la convocatoria a la Constituyente, pero no pudo negarse al plebiscito sobre la reforma política.
Las protestas van a continuar en todo el país porque son incontrolables. La derecha está en las calles y en los medios intentando cooptar la revuelta. La agenda presidencial se dirige a contrarrestarla con sus banderas reformistas. Dilma respondió con perspicacia al clamor de las manifestaciones. Contra sus consignas democráticas se alzan las que levantó Joaquim Barbosa: menos política, menos partidos, más candidatos individuales manipulables por los medios y las grandes finanzas. La coronación de esta estrategia sería derrotar a Dilma en 2014 con un “Napoleón de toga”. Como dijo en 1860 el príncipe Tomaso di Lampedusa, “il Gattopardo”: “Cambiar algo, para que nada cambie”. El juego está abierto.
Ante 27 gobernadores estaduales y 26 alcaldes de las principales ciudades del país, reunidos en el Planalto, Rousseff propuso en la tarde del lunes 24 la adopción de cinco pactos nacionales destinados a impulsar reformas democráticas largamente pendientes: 1) Responsabilidad fiscal y control de la inflación; 2) Plebiscito para convocar a una asamblea constituyente sobre la reforma política; 3) Salud; 4) Educación, y 5) Transportes. Miles de millones de reales deben fluir hacia los municipios para mantener sin alzas los boletos del transporte público urbano. A Salud y Educación debe destinarse el 100% de los ingresos que se obtengan por la explotación del petróleo de la cuenca submarina frente a Río de Janeiro. Limitar el sobreendeudamiento de estados y municipios es una consigna compartida por todas las fuerzas políticas. Pero es el plebiscito para convocar la asamblea constituyente específica que debe introducir reforma política lo que se ha convertido en piedra de toque de la lucha por el poder asumida por la presidenta.
Dilma no consultó ni a su propio partido para hacer los anuncios del lunes 24. Evidentemente, sólo un “núcleo duro”, y seguramente su mentor Lula, participaron el fin de semana pasado en la toma de esta decisión estratégica. Convocar al pueblo a decidir sobre la reforma política mediante un plebiscito vinculante implica saltar por sobre el Congreso y la Justicia y devolver la soberanía a su dueño originario. “Es un recurso bolivariano”, dijo un columnista de Folha de São Paulo.
El vicepresidente Michel Temer, del centrista PMDB, se quejó por la falta de consulta y rechazó la convocatoria a asamblea constituyente. El ministro de Educación, Aloisio Mercadante, ofició toda la semana de vocero presidencial, desplazando a la jefa de la Casa Civil, senadora Gleisi Hoffman, aspirante a gobernar el Estado de Paraná a partir de 2014 con el apoyo de la hidroeléctrica Itaipú Binacional.
Aunque la presidenta desistió al día siguiente de convocar a una asamblea constituyente, porque –como dijo el presidente del PT, Rui Falcão– “llevaría demasiado tiempo reunirla”, mantuvo el llamado a realizar um plebiscito, para que el pueblo imponga la reforma política. Se trata de reformar las leyes de partidos políticos y de elecciones prohibiendo el subsidio a los partidos por personas jurídicas, estableciendo el financiamento público de los mismos y la lista cerrada para forzar la lealtad de los candidatos a los partidos, ajustando la representación al número de habitantes de cada distrito y colocando un piso del 3% de los votos para mantener la personería de los partidos y así disminuir el número de siglas. El régimen electoral y partidario vigente da a los candidatos una gran autonomía respecto de sus propios partidos y les permite financiarse con donaciones de empresas que más tarde se cobran con licitaciones públicas. Se calcula que las empresas de la construcción destinan en promedio el 5% de sus ganancias a las donaciones electorales.
No por casualidad fue Joaquim Barbosa, presidente del Supremo Tribunal Federal (STF) y del Consejo Nacional de Justicia (CNJ) quien presentó públicamente la alternativa conservadora. Luego de su reunión con la presidenta, el martes 25, declaró que “el país precisa una reforma política que disminuya la influencia de los partidos en la selección de los candidatos y aumente la participación popular”. Y agregó: “Pienso que hay una voluntad del pueblo brasileño de disminuir o mitigar el peso de los partidos políticos sobre la vida política del país”. Barbosa resaltó que no defiende la “supresión” de los partidos, pero que está a favor de candidaturas individuales para todos los cargos, incluso la presidencia de la República, no atadas a siglas partidarias.
El presidente del STF saltó a la fama de manos de los medios hegemónicos el año pasado cuando se destacó como impiadoso castigador de los procesados por el affaire del “mensalão”. En un país sin tradición de luchas populares como Brasil, cuyo pueblo mayoritariamente todavía anhela la venida de un San Jorge justiciero que mate de un lanzazo al dragón de la corrupción, el primer miembro negro del máximo tribunal –cuyo mandato vence precisamente el año próximo– prepara su plataforma para lanzarse a competir con Rousseff por la presidencia de Brasil. Encuestas realizadas la semana anterior por DataFolha lo ubicaron como el preferido de las jóvenes clases medias movilizadas, aunque él todavía diga que no es candidato a nada.
Todos los políticos brasileños se dedican por estos días a halagar los reclamos de las manifestaciones. No hizo falta esfuerzo para que la Cámara de Diputados desistiera de sus resistencias de meses y resolviera el miércoles 26 destinar el 70% de los futuros réditos petroleros a la educación y el 30% al mejoramiento del Sistema Único de Salud (SUS).
Igualmente oportunista resultó la liberación de impuestos sobre el transporte automotor urbano colectivo para mantener sin cambios las tarifas. Así se garantiza, a costa del Estado, que las empresas concesionarias de ómnibus (unos pocos consorcios que atienden la gran mayoría de los municipios) sigan llevándose el 70% del ingreso por boletos.
También fue unánime el apoyo parlamentario al endurecimiento de las leyes que castigan la corrupción activa y pasiva y delitos conexos, convirtiéndolos en delitos graves sancionables con penas de prisión. Al mismo tiempo, la Cámara baja rechazó por 430 votos contra 6 la Propuesta de Enmienda Constitucional 37 que proponía reafirmar la facultad constitucional exclusiva de la Policía Federal para investigar delitos penales. Si bien esta facultad fue establecida por el art. 114 de la Constitución federal de 1988, con los años se hizo habitual que las fiscalías investigaran por su cuenta. Ante la falta de controles democráticos sobre el accionar del Ministerio Público, la presidenta había propuesto hace dos años la PEC 37 para reforzar el mandato constitucional. Esto hubiera implicado que las fiscalías podrían iniciar investigaciones penales que la PF debería ejecutar, pero no llevarlas adelante por su cuenta. Sin embargo, como los medios hegemónicos y la corporación judicial consiguieron exitosamente instalar en las manifestaciones de junio la consigna del rechazo a la reforma, la mayoría del Parlamento que hasta hace dos semanas apoyaba la PEC votó el miércoles masivamente por su rechazo. Todos los medios festejaron alborozados “el triunfo de la democracia”. Ahora pueden seguir sin límites dirigiendo la agenda de las fiscalías.
Dilma reaccionó rápidamente a la presión de las calles asumiendo sus consignas y orientándolas hacia la profundización de las reformas democráticas, pero sus oponentes no se quedaron atrás y pasaron a hacer como si se adhirieran al proceso reformista, pero a costas de las finanzas públicas y desviando las manifestaciones hacia la denostación del gobierno. Para ganar esta carrera, la presidenta se reunió el lunes 24 con representantes del Movimiento Pase Libre, el martes con el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST) y el miércoles con las cinco centrales sindicales que convocaron a una huelga general para el 11 de julio.
No obstante, para conquistar la calle, la presidenta precisa líderes de los que no dispone. Descabezada la conducción del PT, el partido se adocenó y se alejó de sus bases. La presidenta tampoco cultivó el contacto con el pueblo al que era tan afecto Lula.
La lucha por la conducción de las movilizaciones se está agudizando. En la semana que pasó éstas cambiaron su eje y base de apoyo. A excepción de la gran manifestación en Belo Horizonte durante el partido Brasil-Uruguay, en las grandes ciudades se redujo la presencia en la calle de la clase media y aumentó la de los sectores populares de las periferias. El martes se movilizaron en Río de Janeiro varios miles de habitantes de Rocinha –con 250.000 habitantes la favela más grande del continente– para reclamar al gobernador del Estado de Río de Janeiro Sergio Cabral (PMDB) la satisfacción de reivindicaciones largamente levantadas por esa población marginal. El jueves 27 la Policía Militar paulista desalojó en la zona Este de la metrópolis a activistas del MTST que habían ocupado un predio largamente vacío solicitando su expropiación para un proyecto de viviendas populares.
Las movilizaciones callejeras todavía están capturadas por los medios hegemónicos que las orientaron hacia la lucha contra la PEC 37, pero Dilma reaccionó rápida e inteligentemente, cambiando su agenda. Parece haber dejado atrás un período de gobierno aparentemente “técnico”, para hacer más política. Mientras duró la bonanza económica externa, los servicios públicos se podían financiar con las rentas extraordinarias, pero actualmente se trata de redistribuir los ingresos tributarios, aumentando los impuestos de los más ricos y destinando el excedente para el mejoramiento de los derechos y los servicios públicos. Por eso es que se discute tanto sobre la mejora de los servicios públicos. Éstos fueron privatizados en los años ’90, se rigen por el lucro y en consecuencia carecen de inversiones.
La educación pública básica y secundaria sufre por los bajos salarios de los maestros y profesores y la falta de inversiones. La educación superior, por su parte, se expandió notablemente en los últimos diez años, pero en las nuevas universidades faltan infraestructuras y residencias para alojar a estudiantes que muchas veces vienen de muy lejos y tienen bajos recursos, y los nuevos profesores están pésimamente formados. El Servicio Único de Salud, en tanto, padece enormes carencias materiales y personales. El sistema de ómnibus urbanos, finalmente, devora enormes subsidios, pero es carísimo y de mala calidad. La situación sólo cambiará si el Estado interviene planificando y regulando.
Para encabezar esta nueva política, Dilma debe movilizar sus apoyos sociales. La clase trabajadora brasileña está muy fragmentada. Además de los obreros fabriles hay una nueva clase trabajadora predominantemente joven que ascendió mediante la enseñanza superior privada a la que accedió gracias a las becas estatales, que consume más y tiene mayores expectativas, pero que no ve perspectivas de futuro en el mercado de trabajo. Por eso vive bajo una tensión permanente que puede ser canalizada tanto por la izquierda como por la derecha.
Además, existe otra fracción mucho más numerosa, que todavía vive en la pobreza y constituye la principal base del lulismo. Según el investigador André Singer, esta fracción quiere cambios pero rechaza la radicalización política porque la asocia al desempleo y a la carestía. Para conquistar su apoyo, la estrategia de los gobiernos de Lula y Dilma consistió en evitar la radicalización. De hecho, este sector fue muy beneficiado por la baja de la pobreza y la desigualdad, pero el avance es muy lento y las transferencias se hacen a costas de los ingresos del Estado, para evitar choques con los grupos dominantes.
Sin embargo, en la situación económica actual, esta estrategia está atrapada en una paradoja: el gobierno quiere evitar la radicalización política por miedo a la crisis económica, la inestabilidad y la fuga de capitales que aumentarían el desempleo precisamente de los sectores más pobres de la población, lo que los arrastraría hacia la derecha. Súmese a todo esto el dato de que la clase media tradicional es hoy la más perjudicada por el proceso distributivo y el tipo de crecimiento económico y es la más dispuesta a ocupar las calles con consignas protofascistas, como ya sucedió en 1964.
En un contexto de bajísimo crecimiento económico y –aunque baja– creciente inflación, si Dilma quiere forzar la intervención estatal en la oferta de mejores servicios públicos y transferir renta para financiarlos, marchará inevitablemente al choque con la derecha. Para triunfar, esta estrategia precisa movilizar y organizar a la nueva clase trabajadora.
El lulismo necesita evitar la radicalización y prepararse para la polarización inevitable, como lo demuestran las movilizaciones. Como respuesta superadora, Rousseff hizo dos movimientos osados: legitimó en las manifestaciones a los interlocutores de izquierda como el MPL y el MTST y lanzó a los manifestantes contra el Congreso. Éste ya acusó el golpe y calificó de autoritaria la convocatoria a la Constituyente, pero no pudo negarse al plebiscito sobre la reforma política.
Las protestas van a continuar en todo el país porque son incontrolables. La derecha está en las calles y en los medios intentando cooptar la revuelta. La agenda presidencial se dirige a contrarrestarla con sus banderas reformistas. Dilma respondió con perspicacia al clamor de las manifestaciones. Contra sus consignas democráticas se alzan las que levantó Joaquim Barbosa: menos política, menos partidos, más candidatos individuales manipulables por los medios y las grandes finanzas. La coronación de esta estrategia sería derrotar a Dilma en 2014 con un “Napoleón de toga”. Como dijo en 1860 el príncipe Tomaso di Lampedusa, “il Gattopardo”: “Cambiar algo, para que nada cambie”. El juego está abierto.