La ola del terror
¿Quién se olvidó un paquete en Bamako?
Por Eduardo J. Vior
Inmediatamente
después de la masacre en París el pasado viernes 13, el director de la
Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos, John Brennan,
advirtió que el Estado Islámico (EI) planeaba nuevos atentados. Cinco
días más tarde fue atacado el Radisson Hotel Blu en Bamako, capital de
Malí, donde 21 personas fueron asesinadas. Sin embargo, las dudas sobre
la autoría y los motivos del ataque son sintomáticas de las confusas
relaciones existentes entre los servicios de seguridad occidentales y
los grupos islamistas. Nuevamente el lunes 23 en el norte del país
fueron asesinados seis soldados del contingente de la ONU que provenían
de Burkina Faso.
Tanto el Frente de Liberación de Malina (FLM)
como el Murabitún se adjudicaron el atentado en Bamako. Del primero sólo
se sabe que es una reciente organización islamista de la etnia Fulani,
un pueblo nómade de unos 40 millones de habitantes repartidos por todo
el Sahel. En Malí ese pueblo islámico ocupa la central región de Malina.
Mucho
más interesante, en cambio, es el segundo grupo, llamado Al Murabitún
en referencia a los almorávides, el reino mauritano que en el siglo XII
asoló el norte de África y la España musulmana. Se trata de un grupo
creado en 2012 por Mojtar Belmojtar, un argelino hoy de 43 años, que se ha atribuido la masacre de Bamako “con la participación de al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI)”. El ministro de Defensa francés, Jean-Yves Le Drian, se apresuró a adjudicarle la responsabilidad sin mayores evidencias.
Belmojtar
y AQMI tienen una larga relación con la CIA que, a su vez, coopera
estrechamente con la Dirección General de la Seguridad Exterior (DGSE)
de Francia. Tanto el primero como los segundos fueron entrenados por la
agencia norteamericana en Afganistán, adonde el argelino llegó en 1991.
En 1993 Mojtar fue devuelto por la agencia a Argelia, donde integró el
Grupo Islámico Armado (GIA), una de las organizaciones más temibles en
la guerra civil que azotó el país norafricano en la década de 1990.
El
jefe islamista se instaló desde entonces en el desierto del sur. En
enero de 2007 el GIA se transformó en Al Qaeda en el Magreb Islámico
(AQMI) y se alió con el Grupo Islámico Combatiente de Libia (GICL) que
la OTAN utilizó en 2011 en el levantamiento contra Muamar Gadafi
después de cuyo derrocamiento ambos grupos se fusionaron, aunque
manteniendo una cierta división de tareas: en tanto muchos libios fueron
enviados a Siria a reforzar al Frente Al Nusra, los argelinos se
dedicaron al tráfico de cigarrillos y armas y la toma de rehenes en los
países más al sur (Chad, Níger, Malí y Mauritania). En esos territorios
los terroristas se mimetizaron con los pueblos nómades, ingresando en el
tráfico de la cocaína que, procedente de Colombia, llega a África
Occidental por Cabo Verde y ambas Guineas (Bissau y Conakry), para tomar
la ruta del paralelo 10 norte (por eso conocida como “ruta 10”) desde la que salen los empalmes hacia la costa mediterránea y Europa.
No por casualidad la fusión de los grupos yihadistas en Magreb coincidió en 2007 con el desempeño de Robert S. Ford como embajador de Estados Unidos en Argel. Entre 2004 y 2006 Ford había trabajado en la embajada en Bagdad bajo las órdenes de John Negroponte,
el mismo que veinte años antes había organizado a los contras para
luchar contra el gobierno sandinista en Nicaragua. En 2010 Ford fue
designado embajador en Siria, donde comenzó a organizar a los grupos
rebeldes, incluidos Al Nusra y el EI.
Teniendo en cuenta estos
antecedentes, hay que sospechar de la adjudicación de los atentados a
Belmojtar. Para saber quién pudo haber estado detrás de ambas
operaciones en Malí, habría que aclarar a quiénes beneficiaron. En
primer lugar, indudablemente, al gobierno francés en su búsqueda de
apoyos para sus intervenciones en África y Levante. En segundo lugar
benefició a Al Qaeda en su competencia con el Estado Islámico y, por
elevación, a su principal apoyo, Qatar, que la utiliza contra los
gobiernos laicos de la región. Pero, ¿por qué en Malí?
La mayoría
de los grupos islamistas que deambulan por el desierto entre Libia,
Argelia, Malí y Níger se financia con el tráfico de cocaína, armas y
migrantes. Entre 30 y 40 toneladas de cocaína atraviesan cada año África
Occidental en procura del mercado europeo y, recientemente, por Somalia
también llega heroína desde Afganistán. Aunque los cárteles
latinoamericanos retienen la mayor ganancia, funcionarios de los
sucesivos países de paso, jefes tribales y milicianos islamistas cobran
también sus comisiones. También la DEA
norteamericana está envuelta y probablemente en gran escala. Un estudio
de la ONU calcula que por este comercio en África Occidental se
recaudan anualmente unos 800 millones de dólares.
Ninguna
de las milicias a lo largo del paralelo 10 podría sobrevivir sin apoyos
extranjeros. El Emirato de Qatar financia en Libia a Ansar al Sharia, el
grupo islamista que controla Trípoli. Esta fuerza se sostiene gracias a
los continuos embarques de armas que llegan a la occidental Misrata de
donde proviene. Algunos milicianos y pertrechos han alcanzado ya el sur
del país donde los tuaregs tratan de quitar a los tubus, un pueblo
nómade recientemente refugiado en Libia y apoyado a su vez por los
Emiratos Árabes Unidos (EAU), el control del tráfico transahariano.
Urgido por controlar la expansión del Estado Islámico, Qatar alcanzó
este lunes 30 un alto el fuego entre ambas partes. No obstante, los
combatientes africanos recientemente reclutados están retornando a sus
países. Particularmente Dakar, en Senegal, pero también Yaundé y Duala,
en Camerún, se consideran especialmente amenazadas por atentados.
Probablemente el islamismo golpeó en la capital malí porque alguien “se olvidó”
de despachar un cargamento de cocaína ya pagada, pero puede golpear en
cualquier punto del camino de la droga, incluso en nuestro continente.
La imbricación entre servicios occidentales, islamismo, tráfico de
drogas, armas y personas extiende el radio de acción de los terroristas y
universaliza los efectos de sus atentados.
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Eduardo J. Vior