lunes, 4 de febrero de 2013

El largo camino de Brasil hacia la República

Castigar sin vigilar

Año 6. Edición número 246. Domingo 3 de febrero de 2013
Brasil. La tragedia producida en la disco Kiss, donde murieron 234 personas, desnuda la persistencia de estructuras anquilosadas a pesar de los esfuerzos de Lula y Dilma.
En su clásica obra Vigilar y castigar, Michel Foucault enseñó de qué modo el Estado contemporáneo se organizó en base a la metáfora del panóptico, aquella torre central de las prisiones que permitía mantener observados a todos los reclusos. La certeza de ser permanentemente observados también hacía a los individuos receptivos a las órdenes que vinieran del poder, convirtiéndolos en ciudadanos. Esa organización sirvió para construir el Estado de Derecho contemporáneo y luego el Estado de Bienestar.
En Brasil, donde el Estado imperial sólo recientemente está siendo remplazado por el Estado democrático de Bienestar, muchas veces no interesa vigilar, sólo castigar. La tragedia de la discoteca Kiss es, en este sentido, paradigmática. Inmediatamente después de que en el incendio murieran 234 personas y más de cien acusaran graves síntomas de asfixia comenzaron las discusiones públicas para buscar culpables. Cada catástrofe natural o social genera las mismas reacciones: el luto se privatiza, la venganza se socializa. Medios y público marchan esta vez juntos a la búsqueda de culpables. Es el eterno retorno del mito de San Jorge que mata al dragón con su lanza, eliminando la maldad del mundo.
La falta de fiscalización fue adecuadamente expuesta por un lector de Folha de São Paulo el miércoles 30: “Existen leyes y normas de seguridad que muestran cómo hacer y dimensionar salidas de emergencia que deberían ser seguidas, pero no lo son. También deberían ser usados materiales de construcción y para terminaciones que fueran incombustibles, pero no se los utiliza, porque son más caros. Cuando ocurre una tragedia, se habla de cambiar la legislación, promulgar nuevas leyes federales, etc. Es pura burrada. Lo que falta es obedecer las normas y una fiscalización seria, sin tolerancia”.
Cada vez más, las investigaciones posteriores al incendio van dando cuenta de la responsabilidad del Cuerpo de Bomberos. Éste tuvo dos meses para inspeccionar la Kiss, pero no lo hizo. Si lo hubiera hecho, habría constatado que la boite había instalado en su techo un revestimiento acústico de espuma de poliuretano cuya quema, causada por un artefacto pirotécnico, dio inicio al incendio. En setiembre pasado los dueños del local fueron notificados del vencimiento del certificado de seguridad contra incendios y en noviembre informaron a los bomberos que debían realizar una nueva inspección.
El coronel Sérgio Roberto de Abreu, comandante-general de la Brigada Militar de Río Grande do Sul a la que pertenece el Cuerpo de Bomberos de la 4ª Región (donde está Santa María), declaró el jueves 31 que la inspección no se hizo por “razones administrativas” que no detalló. Según empleados del local, la espuma fue colocada en agosto pasado, para mejorar la acústica. Por lo que citó Folha de São Paulo en su edición del viernes 1°, hubo otra falla más de los bomberos: permitir el funcionamiento de Kiss con una sola salida de emergencia. Las reglas de la ABNT (Asociación Brasileña de Normas Técnicas) establecen que la distancia a la salida de emergencia no puede superar nunca los 20 metros. Quien estaba en el fondo del local en la madrugada del domingo pasado debió correr, por lo menos, 22 metros hasta la puerta.
Por otra parte, el jueves, la Policía Civil (órgano estadual de investigaciones) confirmó que en el local había esa noche más de mil personas, cuando sólo 691 estaban autorizadas. Según la policía, fueron tratados más de 500 pacientes. Sumados a los 235 muertos exceden claramente la cifra permitida.
Aun considerando la actitud opositora de Folha de São Paulo al gobierno de Río Grande do Sul dirigido por Tarso Genro (PT), si se comprueba que los bomberos tuvieron responsabilidad en la tragedia, las consecuencias políticas y penales pueden ser graves. El Cuerpo de Bomberos de Santa María pertenece a la Brigada Militar de Río Grande do Sul, un cuerpo de seguridad estadual con funciones policiales, auxiliar y reserva del Ejército Brasileño. Corresponde a lo que en otros estados de Brasil se llama Policía Militar. Desde siempre en Brasil la seguridad de las personas y bienes es también una cuestión militar. La Policía Federal y la Policía Civil (estadual) son cuerpos de investigación, pero carecen de tropas.
Quien está feliz con esta derivación es el alcalde de Santa María, Cezar Schirmer (PMDB), eterno rival de Genro en la política estadual, que el jueves pudo eximirse públicamente de toda culpa en una rueda de prensa que convocó especialmente.
Por lo pronto, las responsabilidades inmediatas se concentran sobre los dueños de la boite. Uno de ellos, Elissandro Spohr, “Kiko”, además de haber colocado en octubre la espuma inflable prohibida por edicto municipal para el aislamiento acústico, rebajando el techo, fue acusado por una ex-gerente de la casa de hacer retirar los extintores de las paredes por razones estéticas. Abrumado por los cargos, “Kiko” intentó suicidarse el miércoles pasado y ahora está detenido en el hospital.
A su vez, Jairo Marques, su abogado, también culpó a los bomberos por la tragedia, afirmando que éstos no atendieron la primera llamada de emergencia hecha a eso de las 3 horas y que, cuando llegaron, pidieron ayuda para el salvataje a gente que se acercó y a sobrevivientes que huían del local. “No tenían equipamiento y echaron un chorro de agua hacia la puerta de salida dificultando la huida”, agregó Marques.
En el balance del desastre todo apunta a una acción criminal del dueño del local y a una enorme negligencia, si no complicidad corrupta, del Cuerpo de Bomberos, junto con la actitud oportunista de la administración municipal que, conociendo el problema, dejó que sus competidores estaduales metieran la pata. Y aquí está el nudo de la cuestión: pudiendo prevenir el daño, nadie se ocupó de hacerlo ni controló para que los responsables lo previnieran. En esta actitud se ve al Brasil imperial que no acaba de morir: por debajo de las elites, las personas sólo interesan como objetos de martirio o de castigo. Y si ambas situaciones pueden ser repetidamente retratadas por los medios omnipresentes, mejor.
Matheus Pichonelli sintetizó la cuestión en su columna del mismo domingo 27 a la mañana en Carta Capital: “En un mundo ideal, al día siguiente de este desastre por la mañana todos los periódicos de las ciudades pequeñas y medianas, que son los únicos con capilaridad suficiente como para fiscalizar las esquinas más distantes del país, mandarían a sus reporteros a las calles para contar cuántos locales nocturnos están en condiciones de reunir a multitudes con un mínimo de seguridad. Estos reportajes servirían como vacuna y alerta sobre tragedias como las de Santa María. Poco a poco los clientes se negarían a pagar fortunas para ser tratados como ganado en los locales de esparcimiento y eventos culturales. Pero este sueño no se va a realizar. Las casas de shows (como todo negocio) son potenciales anunciantes y el silencio es un valor embutido en la exitosa sociedad entre empresarios en busca de lucro, autoridades inoperantes y la prensa oficialista de cualquier poder en todo Brasil”.
En nombre de la libertad y aprovechando la desconfianza que el autoritarismo dictatorial había dejado en la población, la derecha logró introducir en la Constitución reformada en 1988 reservas de poder y segmentaciones de las facultades gubernamentales que traban al Poder Ejecutivo central. Al mismo tiempo la extensión de los derechos fue sustituida por la expansión del Derecho. El sistema legal, deliberadamente ambiguo y contradictorio, sirve para que los pobres difícilmente reciban justicia y para que la corporación judicial negocie internamente los procesos. Los múltiples controles sobre la gestión de los ejecutivos –instaurados en nombre de la lucha contra la corrupción– sirven para frenar las inversiones públicas y obligan a los funcionarios a buscar desvíos para hacer los gastos presupuestados. El territorio está controlado por policías militarizadas que conciben la seguridad como una guerra. A su vez se debilitaron los controles sobre los municipios, al reconocerlos como entes soberanos al mismo nivel de los estados y de la Unión, aumentando la influencia de los poderes locales que generalmente actúan en la sombra por falta de medios de comunicación alternativos e independientes.
¿Quién cuida mejor al habitante y al ciudadano: el Estado central o el fragmentario? No se puede contestar en abstracto, pero ante el poder de las corporaciones y la concentración de los medios de comunicación, parece sensato pensar que sólo un poder democrático fuerte y concentrado puede defender la vida, la seguridad y los bienes de la población. Por el contrario, la excesiva autonomía de las unidades estatales menores, rodeadas de menor debate público y más sometidas a las presiones inmediatas de las empresas, tiende a convertirlas en feudos cerrados. Lo resumió Matheus Pichonelli en el artículo ya citado: “Cuando todo está legalizado fuera de la legalidad y quien fiscaliza se calla, la catástrofe es sólo cuestión de tiempo”.

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Eduardo J. Vior