Brasil: del impeachment a la lucha
Mientras el mundo mira los Juegos Olímpicos, se define el futuro de Dilma
Este martes 16 la crisis política brasileña pegó un salto más hacia
la descomposición del poder político cuando en una carta a los miembros
del Senado de la Unión la Presidenta suspendida Dilma Rousseff definió
su eventual destitución como un golpe de estado y propuso como
compromiso convocar a un referendo para adelantar las elecciones
generales previstas para 2018. Al mismo tiempo, un estrecho colaborador
del Presidente interino Michel Temer dio a O Estado de S. Paulo
una entrevista en la que mostró las fracturas internas de la derecha.
En Brasil la lucha entre la oligarquía y las fuerzas populares se
complica, porque la primera está fracturada y las segundas aún no
despliegan su potencial.
Dilma propone convocar a un referendo que adelante las elecciones generales y
presenta el referendo como un compromiso que aseguraría el orden
constitucional, al mismo tiempo que abriría la puerta para una acordada
salida anticipada del cargo, pero la propuesta también indica
que si la destituyen habrá confrontación. En tanto, las declaraciones
de Wellington Moreira Franco, Secretario para la Asociación para
Inversiones, contra el aliado Partido de la Social-Democracia Brasileña
(PSDB), a quien acusa de sabotear al Ministro de Hacienda Henrique
Meirelles (Partido Social-Demócrata, PSD), muestra el nivel de fractura
de la alianza dominante.
El pasado jueves 11 el Senado dio el primer paso
hacia la destitución de la Presidenta, cuando 59 de sus 81 miembros
votaron por la destitución, superando por cinco votos los dos tercios
necesarios. Si el próximo 25 de agosto se repite el resultado, Dilma
será separada del cargo. El gobierno interino se convertirá en
provisorio y podrá aplicar su radicalizada agenda neoliberal.
Michel Temer pretende seguir en el poder hasta las
elecciones presidenciales de 2018 y más, pero el PSDB y sus padrinos en
la oligarquía financiera paulista y los medios concentrados buscan
eliminar su competencia. Para ello día por
medio la Justicia obliga a renunciar a algún ministro, acusándolo de
corrupción (lo que es rigurosamente cierto). Desde mayo pasado ya habían
caído tres y este martes 16 Gilberto Kassab (presidente del PSD) debió
renunciar al Ministerio de Ciencia, Tecnología y Comunicaciones. A
diferencia de Argentina, Brasil nunca tuvo una oligarquía unificada. Si
bien el sector financiero e industrial paulista es el más poderoso, en
la coalición golpista hay grupos muy diversos con profundas
contradicciones entre ellos.
La oposición al golpe la conducen la todavía
Presidenta y Lula da Silva, quien acaudilla en las calles la lucha de
los movimientos y partidos organizados en el Frente Brasil Popular,
aunque todavía no pudo arrastrar a las decenas de millones de pobres y
trabajadores de la ciudad y el campo que en los pasados trece años por
primera vez vencieron el hambre. Parecería que los universitarios y
secundarios (estudiantes y docentes), a quienes el recorte de la
gratuidad de la enseñanza y la llamada “escuela sin partidos” afecta en
su derecho a la educación, se están colocando a la cabeza de la
movilización, pero aún es temprano para aseverarlo.
Un sector importante de la población, pese a no
apoyar el impeachment, no ha salido a las calles a defender el gobierno
de Dilma. Siguen como espectadores de la telenovela, porque rechazan el
golpe, pero no se identifican con la Presidenta en desgracia. Encuestas
recientes muestran que un 62% de los entrevistados defiende nuevas
elecciones, pero rechaza el gobierno de Dilma al que percibe como “malo”
o “muy malo”.
Las izquierdas y los movimientos sociales, en
tanto, están indecisos ante la convocatoria al referendo, porque temen
que nuevas elecciones den la mayoría a la derecha. Lula, por su parte,
está demasiado identificado con los empresarios de la construcción
involucrados en el escándalo de corrupción y Dilma ha hecho un
desastroso segundo gobierno. Deberán remar mucho, para nuevamente ser
aceptados por el pueblo como sus líderes. El desarrollismo no es una
bandera atractiva y no existen estructuras políticas que encuadren a las
decenas de millones de pobres. Las políticas de ajuste del gobierno
provisorio seguramente van a generar alzamientos diversos, pero estos
bien pueden agotarse en sí mismos por falta de consignas unificadoras y
de conducción política. Brasil puede caer en un profundo estancamiento
en el que los de abajo se subleven y sean repetidamente reprimidos por
los de arriba, sin que unos ni otros puedan consolidar una alternativa
política.
En un acto heroico, el 24 de agosto de 1954 el
presidente Getúlio Vargas se suicidó con un balazo en el pecho, para
frenar el golpe de estado que pretendía privatizar Petrobras y acabar
con los derechos sociales que él había establecido. Millones de
trabajadores y pobres salieron entonces a las calles e impusieron la
continuidad de la legalidad y la democracia. Durante diez años el pueblo
brasileño resistió la ofensiva del imperialismo norteamericano y las
oligarquías vernáculas, amplió las conquistas, impulsó el desarrollo
nacional y comenzó la reforma agraria, hasta que João Goulart fue
derrocado en 1964. 21 años de dictadura cívico-militar intentaron borrar
de la memoria popular esta década de luchas. Una transición a la
democracia pactada con las oligarquías y conducciones partidarias
corruptas logró postergar la democratización del país hasta 2002. En los
catorce años siguientes Lula y Dilma pusieron en marcha importantes
reformas en base al apoyo popular y al pacto con un sector de la gran
empresa. Tuvieron éxito durante algunos años, hasta que tocaron los
límites de esa construcción. Se abre un nuevo ciclo de luchas en el que
sólo la recuperación de la memoria histórica puede despertar al gigante
dormido y superar el actual equilibrio catastrófico. El impeachment sólo
es una etapa más.