miércoles, 17 de agosto de 2016

Si derrocan a Dilma, se agudizará la confrontación

Brasil: del impeachment a la lucha

Mientras el mundo mira los Juegos Olímpicos, se define el futuro de Dilma
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Este martes 16 la crisis política brasileña pegó un salto más hacia la descomposición del poder político cuando en una carta a los miembros del Senado de la Unión la Presidenta suspendida Dilma Rousseff definió su eventual destitución como un golpe de estado y propuso como compromiso convocar a un referendo para adelantar las elecciones generales previstas para 2018. Al mismo tiempo, un estrecho colaborador del Presidente interino Michel Temer dio a O Estado de S. Paulo una entrevista en la que mostró las fracturas internas de la derecha. En Brasil la lucha entre la oligarquía y las fuerzas populares se complica, porque la primera está fracturada y las segundas aún no despliegan su potencial.

Dilma propone convocar a un referendo que adelante las elecciones generales y presenta el referendo como un compromiso que aseguraría el orden constitucional, al mismo tiempo que abriría la puerta para una acordada salida anticipada del cargo, pero la propuesta también indica que si la destituyen habrá confrontación. En tanto, las declaraciones de Wellington Moreira Franco, Secretario para la Asociación para Inversiones, contra el aliado Partido de la Social-Democracia Brasileña (PSDB), a quien acusa de sabotear al Ministro de Hacienda Henrique Meirelles (Partido Social-Demócrata, PSD), muestra el nivel de fractura de la alianza dominante.
El pasado jueves 11 el Senado dio el primer paso hacia la destitución de la Presidenta, cuando 59 de sus 81 miembros votaron por la destitución, superando por cinco votos los dos tercios necesarios. Si el próximo 25 de agosto se repite el resultado, Dilma será separada del cargo. El gobierno interino se convertirá en provisorio y podrá aplicar su radicalizada agenda neoliberal.

Michel Temer pretende seguir en el poder hasta las elecciones presidenciales de 2018 y más, pero el PSDB y sus padrinos en la oligarquía financiera paulista y los medios concentrados buscan eliminar su competencia. Para ello día por medio la Justicia obliga a renunciar a algún ministro, acusándolo de corrupción (lo que es rigurosamente cierto). Desde mayo pasado ya habían caído tres y este martes 16 Gilberto Kassab (presidente del PSD) debió renunciar al Ministerio de Ciencia, Tecnología y Comunicaciones. A diferencia de Argentina, Brasil nunca tuvo una oligarquía unificada. Si bien el sector financiero e industrial paulista es el más poderoso, en la coalición golpista hay grupos muy diversos con profundas contradicciones entre ellos.

La oposición al golpe la conducen la todavía Presidenta y Lula da Silva, quien acaudilla en las calles la lucha de los movimientos y partidos organizados en el Frente Brasil Popular, aunque todavía no pudo arrastrar a las decenas de millones de pobres y trabajadores de la ciudad y el campo que en los pasados trece años por primera vez vencieron el hambre. Parecería que los universitarios y secundarios (estudiantes y docentes), a quienes el recorte de la gratuidad de la enseñanza y la llamada “escuela sin partidos” afecta en su derecho a la educación, se están colocando a la cabeza de la movilización, pero aún es temprano para aseverarlo.

Un sector importante de la población, pese a no apoyar el impeachment, no ha salido a las calles a defender el gobierno de Dilma. Siguen como espectadores de la telenovela, porque rechazan el golpe, pero no se identifican con la Presidenta en desgracia. Encuestas recientes muestran que un 62% de los entrevistados defiende nuevas elecciones, pero rechaza el gobierno de Dilma al que percibe como “malo” o “muy malo”.
 
Las izquierdas y los movimientos sociales, en tanto, están indecisos ante la convocatoria al referendo, porque temen que nuevas elecciones den la mayoría a la derecha. Lula, por su parte, está demasiado identificado con los empresarios de la construcción involucrados en el escándalo de corrupción y Dilma ha hecho un desastroso segundo gobierno. Deberán remar mucho, para nuevamente ser aceptados por el pueblo como sus líderes. El desarrollismo no es una bandera atractiva y no existen estructuras políticas que encuadren a las decenas de millones de pobres. Las políticas de ajuste del gobierno provisorio seguramente van a generar alzamientos diversos, pero estos bien pueden agotarse en sí mismos por falta de consignas unificadoras y de conducción política. Brasil puede caer en un profundo estancamiento en el que los de abajo se subleven y sean repetidamente reprimidos por los de arriba, sin que unos ni otros puedan consolidar una alternativa política.

En un acto heroico, el 24 de agosto de 1954 el presidente Getúlio Vargas se suicidó con un balazo en el pecho, para frenar el golpe de estado que pretendía privatizar Petrobras y acabar con los derechos sociales que él había establecido. Millones de trabajadores y pobres salieron entonces a las calles e impusieron la continuidad de la legalidad y la democracia. Durante diez años el pueblo brasileño resistió la ofensiva del imperialismo norteamericano y las oligarquías vernáculas, amplió las conquistas, impulsó el desarrollo nacional y comenzó la reforma agraria, hasta que João Goulart fue derrocado en 1964. 21 años de dictadura cívico-militar intentaron borrar de la memoria popular esta década de luchas. Una transición a la democracia pactada con las oligarquías y conducciones partidarias corruptas logró postergar la democratización del país hasta 2002. En los catorce años siguientes Lula y Dilma pusieron en marcha importantes reformas en base al apoyo popular y al pacto con un sector de la gran empresa. Tuvieron éxito durante algunos años, hasta que tocaron los límites de esa construcción. Se abre un nuevo ciclo de luchas en el que sólo la recuperación de la memoria histórica puede despertar al gigante dormido y superar el actual equilibrio catastrófico. El impeachment sólo es una etapa más.

Dr. en Ciencia Política - Analista internacional

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Eduardo J. Vior