Trump mezcla las cartas en Medio Oriente y reparte de nuevo
Su decisión de trasladar la embajada de EE.UU. a la disputada ciudad de Jerusalén abre un nuevo panorama
por Eduardo J. Vior
Tiempo Argentino
10 de diciembre de 2017
Tiempo Argentino
10 de diciembre de 2017
Con la desfachatez que lo caracteriza, el mandatario
estadounidense aprovechó el sentido simbólico de la capitalidad de
Jerusalén, para electrizar a su base evangélica, desafiar a Rusia y
ponerle límites al primer ministro israelí. La jugada es altamente
racional, aunque peligrosa.
Desde que Trump anunció el miércoles
la decisión de trasladar la embajada norteamericana de Tel Aviv a
Jerusalén, el coro internacional de críticas a la medida aumentó su
volumen y en la propia Tierra Santa los enfrentamientos entre palestinos
e israelíes provocaron ya varios muertos. Si bien la reunión del
Consejo de Seguridad de la ONU del viernes pasado no podía adoptar
ninguna resolución por la certeza de que EE UU la vetaría, el
aislamiento de Washington fue patente. Gran Bretaña, Francia, Alemania,
Suecia e Italia sacaron una declaración conjunta calificando la decisión
de "inconveniente para las perspectivas de paz en la región".
Previo
a eso, Ismail Haniyé, jefe de Hamas, llamó a un tercer alzamiento
palestino (después de las intifadas de las décadas de 1980 y 1990)
contra el reconocimiento fáctico de Jerusalén como capital de Israel.
Violentas manifestaciones estallaron en Cisjordania y cohetes fueron
arrojados desde la Franja de Gaza hacia el sur del Estado judío. Como
era previsible, la aviación israelí bombardeó el reducto como
represalia.
Entre tanto alboroto pasó desapercibida la renuncia de
Dina Powell, asesora del Consejo Nacional de Seguridad para Medio
Oriente y redactora de la Estrategia de Seguridad Nacional, cuyo núcleo
fue difundido a principios de la semana. Powell había colaborado con el
yerno del presidente, Jared Kushner, durante la campaña electoral y era
miembro del Consejo desde marzo pasado. Evidentemente, la decisión
presidencial implicó un giro en la política hacia la región que el
establishment militar-industrial y de inteligencia no va a acompañar sin
resistencias.Como era de esperarse, la medida anunciada por Trump
provocó una airada reacción de los países islámicos, que advirtieron
sobre el riesgo de bloquear cualquier acuerdo de paz entre palestinos e
israelíes. La comunidad internacional no reconoce la soberanía israelí
sobre el este de Jerusalén, ocupado desde 1967. Todas las embajadas
extranjeras están instaladas en Tel Aviv, aunque el propio Israel
declaró Jerusalén como capital del país ya en 1950.
El Congreso
norteamericano adoptó en 1995 la llamada Jerusalem Embassy Act que pide a
su administración trasladar la embajada, pero una cláusula permite a
los presidentes aplazar su aplicación durante seis meses, lo que todos
habían hecho hasta ahora.
Considerando la reacción diplomática y
mediática que la medida generó en el mundo y la ola de violencia que
amenaza a Levante, cabe preguntarse por las razones de la decisión.
Trump recurrió a una estrategia que solía utilizar en el mundo de los
negocios: jugar a lo grande, farolear y presionar a su interlocutor.
Primero,
la medida se dirige a movilizar a los evangelistas que en la elección
de 2016 le dieron el 81% de sus votos. No va a ganar más adherentes en
dichas filas, pero, cumpliendo su promesa de campaña, el presidente los
utiliza como un ariete contra el Congreso dominado por republicanos que
frenan sus iniciativas. Para los evangelistas mudar la embajada a
Jerusalén es una reivindicación principista. Al mismo tiempo, la
decisión consolida el apoyo del poderoso lobby judío.
En segundo
lugar, al efectivizar el traslado (que, de todos modos, demorará muchos
años) el presidente intenta recuperar el terreno perdido en la región
ante la expansión reciente de Rusia. Moscú también otorga gran
importancia a la elevación de la Ciudad Santa a capital de ambos
estados: para Palestina en Jerusalén Oriental y para Israel en la parte
oeste. Sin embargo, Trump omitió la palabra "occidental" en su
presentación del traslado, porque quiso provocar un escándalo, para
quebrar la estrategia de Vladimir Putin de armar una red regional de
aliados, socios e interlocutores en base a negocios y a acuerdos
militares, y obligarlo a negociar en sus propios términos. Ahora
esperará a que se calme la indignación musulmana y que tanto Rusia como
Israel acepten negociar.
Finalmente, al anunciar la mudanza, el
empresario-presidente ha devuelto a Benjamin Netanyahu la presión que
este ejercía sobre EE UU. Si bien dentro de Israel el regalo
norteamericano sirve al primer ministro para que consolide su imagen, lo
deja sin argumentos para rehusarse a reconocer un Estado palestino en
Cisjordania y la Franja de Gaza.
No obstante la brillantez de la
jugada, los riesgos que encierra son inmensos. El alzamiento en los
territorios ocupados y en Gaza puede desbordar rápidamente a las
organizaciones palestinas, Irán, Turquía y Catar pueden sentirse
tentados a alentarlo, para influir sobre la negociación, Arabia Saudita
puede verse obligada a oponerse a la medida, para no desprestigiarse y
Rusia puede atizar como advertencia los incendios en Kurdistán y Yemen.
Ni
los líderes israelíes ni los palestinos se dejarán empujar rápidamente a
la mesa de negociaciones. Todos extremarán sus demandas, para disfrazar
las concesiones que deberán hacer, y no tendrán empacho en provocar
violentamente. El complejo militar y de inteligencia norteamericano, por
su parte, no renunciará gratuitamente a su objetivo de desatar la
guerra contra Irán, para apropiarse del petróleo y gas del Golfo y
bloquear el gasoducto al Mediterráneo que aseguraría la independencia
energética europea.
Aunque parezca mentira, por primera vez desde
1993 se abrió una perspectiva seria de negociación entre Israel y
Palestina. Injusta y a costa de muchos derechos del pueblo palestino,
pero garantizada por todas las potencias interesadas. Claro que el
camino hacia esa meta orilla múltiples guerras y enfrentamientos.
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Eduardo J. Vior