El Estado brasileño da a las bandas el cuidado de las cárceles
Año 7. Edición número 296. Domingo 19 de Enero de 2014
La crisis en el sistema penitenciario de Maranhão
ejemplifica el paradigma dominante de una política penitenciaria
entendida como una guerra contra los pobres, los negros y los habitantes
de la favelas.
L a crisis penitenciaria que asoló el norteño Estado de Maranhão a
principios de año es emblemática de la incapacidad del Estado brasileño
para lidiar con la cuestión carcelaria. Aún más: es paradigmática de los
estrechos vínculos que unen una política que concibe la seguridad
pública como la guerra permanente contra el pobre, negro y favelado con
la entrega del poder en las cárceles a las organizaciones criminales más
sangrientas y peligrosas.
Como represalia contra la presencia policial dentro del penal estadual de Pedrinhas, en San Luis, la capital de Estado gobernado por Roseana Sarney (hija del ex presidente de la República José Sarney), las bandas criminales que operan dentro del presidio ordenaron en la primera semana del año ataques incendiarios a cuatro ómnibus urbanos en los que murió quemada una niña de seis años y otras cinco personas resultaron gravemente heridas. La prensa amarilla inmediatamente aprovechó el episodio y esa misma semana el diario Folha de São Paulo divulgó un video hecho por los presos del mismo penal que muestra presos decapitados en las celdas. Cuando estalló el motín, 2.196 detenidos estaban alojados en la cárcel que tiene capacidad para 1.770 personas.
El año pasado, 60 personas murieron en el presidio, incluyendo tres decapitaciones, según un informe del Consejo Nacional de Justicia (CNJ), presidido por el Presidente del Supremo Tribunal Federal Joaquim Barbosa. El documento apunta una serie de irregularidades y violaciones de los derechos humanos, como la superpoblación de las celdas, la fuerte actuación de bandas criminales y los abusos sexuales contra las compañeras de presos sin poder durante las visitas íntimas.
La crisis penitenciaria y de seguridad en Maranhão llevó al gobierno federal a anunciar el pasado 9 de enero once medidas para contener la crisis. Se decidió la creación de un comité mixto federal-estadual de gestión de las cárceles locales, el traslado de presos a cárceles federales, la realización de acciones masivas con equipos de defensores públicos para apurar el tratamiento de casos paralizados en la Justicia, implementar un plan de inteligencia carcelaria, la implantación de un núcleo de atención a familiares de detenidos, la integración del Ministerio Público y del Poder Judicial a la administración penitenciaria, la ejecución de un plan de atención y capacitación para personal policial a cargo de la seguridad de cárceles, la aplicación de penas alternativas para delitos menores, la vigilancia electrónica de las prisiones y las construcción de nuevas cárceles.
El pasado lunes 13, seis integrantes de la Comisión de Derechos Humanos del Senado Federal visitaron el penal de Pedrinhas. La visita duró cerca de dos horas, pero los parlamentarios no pudieron recorrer los pabellones más peligrosos –donde el año pasado ocurrieron las decapitaciones–, porque no había forma de garantizar su seguridad.
A pesar de esa omisión los senadores describieron un escenario caótico y afirmaron que oyeron las más variadas quejas de los presos. Encontraron celdas superpobladas y condiciones precarias de higiene en todos los presidios del complejo penitenciario. Adversario político de la familia Sarney, el senador João Capiberibe (PSB-Amapá) fue más crítico en su valoración: “Encontramos allí un depósito de seres humanos. No es una penitenciaria, sino un lugar degradante y subhumano, sin higiene alguna. En esa cárcel hay hasta enfermos mentales que no deberían estar allí. En todos los pabellones hay poquísimos agentes penitenciarios. Ése es el resultado de la privatización de la administración de los penales estaduales”, señaló Capiberibe.
Aunque el caso de Maranhão sea extremo, las violaciones de los derechos humanos y los asesinatos de presos se dan en muchos otros presidios de Brasil, sobre todo en los estaduales. Las penitenciarias Aníbal Bruno, en Pernambuco, y Central de Porto Alegre, en Rio Grande do Sul, el Complejo Penitenciario de Oso Blanco, en Rondonia, y la Penitenciaria de Alcazuz, en Rio Grande do Norte, han sido también señaladas por especialistas del Consejo Nacional del Ministerio Público (CNMP) y del Consejo Nacional de Justicia (CNJ) como los peores o más violentos del país. Las tres primeras son monitoreadas por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos en razón de las graves violaciones de derechos humanos registradas en ellas. Alcazuz a su vez está supervisado de cerca por casos de decapitación de detenidos, como los ocurridos en Pedrinhas.
Según la Asociación de Magistrados de Brasil (ABM), las escenas de barbarie del presidio de Pedrinhas se repiten en otras prisiones del país por la falta de control del Estado sobre lo que ocurre en el sistema carcelario brasileño. En inspecciones especiales o en la práctica cotidiana en los juzgados de Ejecución Penal los jueces se enteran de casos chocantes de decapitación y vísceras tiradas por las celdas, como en Rio Grande do Norte, gobernado por Rosalba Ciarlini (del derechista DEM). En el otro extremo del país, el gobierno de Rio Grande do Sul, gobernado por Tarso Genro (PT), cumplió recién la semana pasada con el plazo estipulado por la Organización de Estados Americanos (OEA), para retomar el control de la Penitenciaria Central de Porto Alegre en la que grupos criminales ejecutan a sus enemigos con dosis letales de cocaína, según denunció el juez Sidinei Brzuska.
Tal descontrol en un universo de 548 mil presos para apenas 238 mil plazas carcelarias en todo el país debe ser encarado con una acción coordinada entre el Poder Ejecutivo, el Judicial, las defensorías públicas y el Ministerio Público, afirma el ministro del Supremo Tribunal Federal (STF) Gilmar Mendes. Cuando estuvo al frente del Consejo Nacional de Justicia (CNJ), ayudó a organizar los grupos de fiscales y defensores públicos que recorren el país, para exigir de las autoridades penitenciarias soluciones para esa situación. “Las cárceles son escuelas del crimen”, comenta. “Si el Estado no ofrece un mínimo de garantías, algún otro lo hará a su modo y exigirá contrapartida”, alerta Mendes refiriéndose a las bandas criminales dentro de los presidios.
Como represalia contra la presencia policial dentro del penal estadual de Pedrinhas, en San Luis, la capital de Estado gobernado por Roseana Sarney (hija del ex presidente de la República José Sarney), las bandas criminales que operan dentro del presidio ordenaron en la primera semana del año ataques incendiarios a cuatro ómnibus urbanos en los que murió quemada una niña de seis años y otras cinco personas resultaron gravemente heridas. La prensa amarilla inmediatamente aprovechó el episodio y esa misma semana el diario Folha de São Paulo divulgó un video hecho por los presos del mismo penal que muestra presos decapitados en las celdas. Cuando estalló el motín, 2.196 detenidos estaban alojados en la cárcel que tiene capacidad para 1.770 personas.
El año pasado, 60 personas murieron en el presidio, incluyendo tres decapitaciones, según un informe del Consejo Nacional de Justicia (CNJ), presidido por el Presidente del Supremo Tribunal Federal Joaquim Barbosa. El documento apunta una serie de irregularidades y violaciones de los derechos humanos, como la superpoblación de las celdas, la fuerte actuación de bandas criminales y los abusos sexuales contra las compañeras de presos sin poder durante las visitas íntimas.
La crisis penitenciaria y de seguridad en Maranhão llevó al gobierno federal a anunciar el pasado 9 de enero once medidas para contener la crisis. Se decidió la creación de un comité mixto federal-estadual de gestión de las cárceles locales, el traslado de presos a cárceles federales, la realización de acciones masivas con equipos de defensores públicos para apurar el tratamiento de casos paralizados en la Justicia, implementar un plan de inteligencia carcelaria, la implantación de un núcleo de atención a familiares de detenidos, la integración del Ministerio Público y del Poder Judicial a la administración penitenciaria, la ejecución de un plan de atención y capacitación para personal policial a cargo de la seguridad de cárceles, la aplicación de penas alternativas para delitos menores, la vigilancia electrónica de las prisiones y las construcción de nuevas cárceles.
El pasado lunes 13, seis integrantes de la Comisión de Derechos Humanos del Senado Federal visitaron el penal de Pedrinhas. La visita duró cerca de dos horas, pero los parlamentarios no pudieron recorrer los pabellones más peligrosos –donde el año pasado ocurrieron las decapitaciones–, porque no había forma de garantizar su seguridad.
A pesar de esa omisión los senadores describieron un escenario caótico y afirmaron que oyeron las más variadas quejas de los presos. Encontraron celdas superpobladas y condiciones precarias de higiene en todos los presidios del complejo penitenciario. Adversario político de la familia Sarney, el senador João Capiberibe (PSB-Amapá) fue más crítico en su valoración: “Encontramos allí un depósito de seres humanos. No es una penitenciaria, sino un lugar degradante y subhumano, sin higiene alguna. En esa cárcel hay hasta enfermos mentales que no deberían estar allí. En todos los pabellones hay poquísimos agentes penitenciarios. Ése es el resultado de la privatización de la administración de los penales estaduales”, señaló Capiberibe.
Aunque el caso de Maranhão sea extremo, las violaciones de los derechos humanos y los asesinatos de presos se dan en muchos otros presidios de Brasil, sobre todo en los estaduales. Las penitenciarias Aníbal Bruno, en Pernambuco, y Central de Porto Alegre, en Rio Grande do Sul, el Complejo Penitenciario de Oso Blanco, en Rondonia, y la Penitenciaria de Alcazuz, en Rio Grande do Norte, han sido también señaladas por especialistas del Consejo Nacional del Ministerio Público (CNMP) y del Consejo Nacional de Justicia (CNJ) como los peores o más violentos del país. Las tres primeras son monitoreadas por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos en razón de las graves violaciones de derechos humanos registradas en ellas. Alcazuz a su vez está supervisado de cerca por casos de decapitación de detenidos, como los ocurridos en Pedrinhas.
Según la Asociación de Magistrados de Brasil (ABM), las escenas de barbarie del presidio de Pedrinhas se repiten en otras prisiones del país por la falta de control del Estado sobre lo que ocurre en el sistema carcelario brasileño. En inspecciones especiales o en la práctica cotidiana en los juzgados de Ejecución Penal los jueces se enteran de casos chocantes de decapitación y vísceras tiradas por las celdas, como en Rio Grande do Norte, gobernado por Rosalba Ciarlini (del derechista DEM). En el otro extremo del país, el gobierno de Rio Grande do Sul, gobernado por Tarso Genro (PT), cumplió recién la semana pasada con el plazo estipulado por la Organización de Estados Americanos (OEA), para retomar el control de la Penitenciaria Central de Porto Alegre en la que grupos criminales ejecutan a sus enemigos con dosis letales de cocaína, según denunció el juez Sidinei Brzuska.
Tal descontrol en un universo de 548 mil presos para apenas 238 mil plazas carcelarias en todo el país debe ser encarado con una acción coordinada entre el Poder Ejecutivo, el Judicial, las defensorías públicas y el Ministerio Público, afirma el ministro del Supremo Tribunal Federal (STF) Gilmar Mendes. Cuando estuvo al frente del Consejo Nacional de Justicia (CNJ), ayudó a organizar los grupos de fiscales y defensores públicos que recorren el país, para exigir de las autoridades penitenciarias soluciones para esa situación. “Las cárceles son escuelas del crimen”, comenta. “Si el Estado no ofrece un mínimo de garantías, algún otro lo hará a su modo y exigirá contrapartida”, alerta Mendes refiriéndose a las bandas criminales dentro de los presidios.
Militarizar las prisiones es el camino errado. “No sirve para
nada que Brasil sea el tercer o cuarto país que más encarcela, sin
resolver el problema. La seguridad pública no se basa sólo en el Derecho
Penal. Tampoco sirve, como dice mucha gente, dejar que sigan ocurriendo
situaciones como las que se dan en Maranhão, para que los bandidos
maten a otros bandidos. Ante todo son ciudadanos que, muriendo en
prisión, van a perpetuar el sentimiento de miedo e inseguridad que reina
en todo Brasil”, declaró el sociólogo Renato Sérgio Lima, miembro del
Foro Brasileño de Seguridad Pública e investigador de la Fundación
Getulio Vargas (FGV) a la estatal Agencia Brasil.
El especialista en seguridad pública defiende que la implementación de una política eficiente en esta área incluya la modernización de los presidios, para que cuenten con unidades menores, capaces de asegurar la separación de los presos de acuerdo con el tipo de delito cometido, el grado de violencia verificado y su peligrosidad. Propone que presidios como el de Pedrinhas sean cerrados y prohibidos y pasen por una amplia reforma que obedezca a criterios constructivos más actuales.
“Lo que vemos hoy en el ejemplo de Pedrinhas es que varios presos están amontonados en una misma celda sin criterio alguno de agrupamiento. Además, los guardias no tienen acceso a las galerías dominadas por los propios presos. Es una lógica contraproducente, porque la actuación del Estado se iguala a la de los bandidos y las prisiones funcionan como escuelas del crimen, permitiendo que esas mismas personas que hoy están presas retornen a la sociedad como delincuentes formados y provoquen más miedo e inseguridad”, enfatizó.
El especialista piensa que el refuerzo de la Policía Militar y de la Fuerza Nacional de Seguridad en Pedrinhas no resuelve el problema. Renato Lima sostiene que se deben acortar los procesos judiciales, para evitar las permanencias prolongadas de presos sin condena. Según afirma –citando datos del Anuario del Foro Brasileño de Seguridad Pública–, en Brasil cerca del 40% de los presos está con prisión preventiva. En Maranhão el índice supera el 50%.
La crisis penitenciaria puede explicarse de muchas maneras, pero no por la falta de dinero. En los últimos años, inclusive con la creciente ola de violencia en los presidios, el gobierno federal acumuló una caja de 1.065 millones de reales (aproximadamente 430 millones de dólares) que por ley debería haber sido aplicada a la ampliación y modernización del sistema penitenciario nacional. Éste es el saldo actual del Fondo Penitenciario Nacional (Funpen).
El dinero en caja resulta de la acumulación de valores recaudados y no gastados desde 1994, año de creación del fondo. El Funpen se forma con recursos transferidos por las loterías de la Caja Económica Federal y con una parte de los costos judiciales, entre otras fuentes. Recibe un promedio de 300 millones de reales por año, según datos del Departamento Penitenciario Nacional (Depen), pero solamente una pequeña parte de esos recursos se invierte en los presidios, tal como determina la ley complementaria Nº 70. De acuerdo a la misma, esta partida debe destinarse en su totalidad a “financiar y apoyar las actividades y programas de mejoras” del sistema penitenciario.
De acuerdo a las informaciones del Ministerio de Justicia, el año pasado el Funpen recibió autorización para invertir 384,2 millones de reales en la construcción y la reforma de presidios en obras administradas por gobiernos estaduales, pero sólo 40,7 millones, o sea el 10,6% de ese total, fueron efectivamente gastados conforme al planeamiento inicial. En este mismo período, la crisis del sistema penitenciario llegó a su punto máximo.
No hay contradicción entre una política penitenciaria que entrega las cárceles a las organizaciones criminales y la militarización de la política de seguridad. De la visión racista y maniquea de que los pobres, negros, mulatos y caboclos, en gran parte favelados, están predestinados para delinquir surge la convicción de que son irrecuperables. La administración penitenciaria se despreocupa entonces de las condiciones de su vida en la cárcel y los deja al cuidado de las organizaciones criminales. Si salen, engrosan sus filas, ya adiestrados en las formas más horrendas del salvajismo, y se convierten en enemigos mortales de las policías, que, porque lo saben, no tienen reparos en torturar y matar. Así se justifica seguir haciéndolo y se acalla toda política garantista por “irreal”. El aterrorizamiento mutuo llena la vida de los pobres y los impele a pedir más violencia policial para reprimir a bandas alimentadas por el mismo Estado que las reprime. Una complicidad calladamente pactada asegura a este Estado violento y a bandas igualmente asesinas el continuo suministro de carne de presidio y pistoleros suicidas.
El especialista en seguridad pública defiende que la implementación de una política eficiente en esta área incluya la modernización de los presidios, para que cuenten con unidades menores, capaces de asegurar la separación de los presos de acuerdo con el tipo de delito cometido, el grado de violencia verificado y su peligrosidad. Propone que presidios como el de Pedrinhas sean cerrados y prohibidos y pasen por una amplia reforma que obedezca a criterios constructivos más actuales.
“Lo que vemos hoy en el ejemplo de Pedrinhas es que varios presos están amontonados en una misma celda sin criterio alguno de agrupamiento. Además, los guardias no tienen acceso a las galerías dominadas por los propios presos. Es una lógica contraproducente, porque la actuación del Estado se iguala a la de los bandidos y las prisiones funcionan como escuelas del crimen, permitiendo que esas mismas personas que hoy están presas retornen a la sociedad como delincuentes formados y provoquen más miedo e inseguridad”, enfatizó.
El especialista piensa que el refuerzo de la Policía Militar y de la Fuerza Nacional de Seguridad en Pedrinhas no resuelve el problema. Renato Lima sostiene que se deben acortar los procesos judiciales, para evitar las permanencias prolongadas de presos sin condena. Según afirma –citando datos del Anuario del Foro Brasileño de Seguridad Pública–, en Brasil cerca del 40% de los presos está con prisión preventiva. En Maranhão el índice supera el 50%.
La crisis penitenciaria puede explicarse de muchas maneras, pero no por la falta de dinero. En los últimos años, inclusive con la creciente ola de violencia en los presidios, el gobierno federal acumuló una caja de 1.065 millones de reales (aproximadamente 430 millones de dólares) que por ley debería haber sido aplicada a la ampliación y modernización del sistema penitenciario nacional. Éste es el saldo actual del Fondo Penitenciario Nacional (Funpen).
El dinero en caja resulta de la acumulación de valores recaudados y no gastados desde 1994, año de creación del fondo. El Funpen se forma con recursos transferidos por las loterías de la Caja Económica Federal y con una parte de los costos judiciales, entre otras fuentes. Recibe un promedio de 300 millones de reales por año, según datos del Departamento Penitenciario Nacional (Depen), pero solamente una pequeña parte de esos recursos se invierte en los presidios, tal como determina la ley complementaria Nº 70. De acuerdo a la misma, esta partida debe destinarse en su totalidad a “financiar y apoyar las actividades y programas de mejoras” del sistema penitenciario.
De acuerdo a las informaciones del Ministerio de Justicia, el año pasado el Funpen recibió autorización para invertir 384,2 millones de reales en la construcción y la reforma de presidios en obras administradas por gobiernos estaduales, pero sólo 40,7 millones, o sea el 10,6% de ese total, fueron efectivamente gastados conforme al planeamiento inicial. En este mismo período, la crisis del sistema penitenciario llegó a su punto máximo.
No hay contradicción entre una política penitenciaria que entrega las cárceles a las organizaciones criminales y la militarización de la política de seguridad. De la visión racista y maniquea de que los pobres, negros, mulatos y caboclos, en gran parte favelados, están predestinados para delinquir surge la convicción de que son irrecuperables. La administración penitenciaria se despreocupa entonces de las condiciones de su vida en la cárcel y los deja al cuidado de las organizaciones criminales. Si salen, engrosan sus filas, ya adiestrados en las formas más horrendas del salvajismo, y se convierten en enemigos mortales de las policías, que, porque lo saben, no tienen reparos en torturar y matar. Así se justifica seguir haciéndolo y se acalla toda política garantista por “irreal”. El aterrorizamiento mutuo llena la vida de los pobres y los impele a pedir más violencia policial para reprimir a bandas alimentadas por el mismo Estado que las reprime. Una complicidad calladamente pactada asegura a este Estado violento y a bandas igualmente asesinas el continuo suministro de carne de presidio y pistoleros suicidas.
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Eduardo J. Vior